sábado, 5 de julio de 2014

El Gobierno de sí y de los otros (1º hora)

Michel Foucault

Curso en el Collège de France
Ciclo lectivo (1982-1983)



Clase del 16 de febrero de 1983 
Primera hora

El ergon filosófico — Comparación con el Alcibíades - Lo real de la filosofía: la alocución valerosa al poder — Primera condición de realidad: la escucha, el primer círculo — La obra filosófica: una elección; un camino; una aplicación - Lo real de la filosofía como trabajo de sí sobre si (segundo círculo).

La vez pasada habíamos llegado al análisis de la carta vil de Platón o atribuida a él, texto que de un modo u otro data a lo sumo de su vejez o, en el peor de los casos, de la época de sus primerísimos sucesores. Como saben, el texto se presenta como una carta, presuntamente dirigida a los amigos sicilianos de Platón, es decir el entorno de Dión, porque de todas maneras fue escrita después de la muerte de éste; una carta que se supone dirigida a los amigos de Dión y que es de hecho una suerte de manifiesto político, de carta abierta en la cual el autor expone en síntesis tres grupos de reflexiones. Primero, para justificar la conducta que ha tenido en Sicilia y con respecto a Dionisio, narra la serie de acontecimientos ocurridos: invitación, viaje, estadía, las injusticias sufridas por parte de Dionisio, las falsas promesas hechas a Platón y a Dión, etc. Segundo grupo de consideraciones, al margen de las que se referían a los acontecimientos: una especie de autobiografía política en la que Platón cuenta, retoma su trayectoria desde la juventud y en especial desde las dos grandes decepciones que experimentó en Atenas. En un principio bajo el régimen aristocrático de los Treinta, y luego en el momento de la vuelta a la democracia, sancionada por la ejecución de Sócrates. En el tercero y último grupo de consideraciones, Platón explica en términos más generales qué significa para él dar consejos a un príncipe, qué significa para él entrar al campo de la actividad política y representar el papel, el personaje del syrnboulos, el consejero en asuntos políticos ante quienes ejercen el poder. Y habíamos llegado al punto en que Platón explica cómo y por qué se vio en la necesidad de ir a Sicilia, hacer lo que cronológicamente era su segundo viaje a la isla, pero su primer viaje político. En el transcurso del primero, como recordarán, no había hecho más que conocer a Dión. La inteligencia del personaje lo había seducido; tras enseñarle filosofía, había regresado a Atenas. Y una vez de vuelta en Grecia, había recibido un pedido de Dión para que volviera a Sicilia, pero ahora con un papel político relativamente bien definido; en todo caso, una tarea, una misión política, porque se trataba de desempeñarse como consejero político o, para decirlo con más exactitud, de pedagogo de quien acababa de heredar el poder en Siracusa, esto es, Dionisio el Joven. La pregunta a la cual Platón, en ese pasaje de la carta que me gustaría explicarles ahora, quiere responder, es la siguiente: ¿por qué aceptar ir, por qué aceptar ese pedido y ese juego político que se le propuso, por qué ir a Siracusa a reunirse con quien, de un modo u otro, era heredero de un despotismo a cuyo principio Platón era hostil? ¿Por qué aceptó la invitación?

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Para dar esa explicación, Platón hace valer dos órdenes de consideraciones. Consideraciones, si se quiere, por el lado de la coyuntura, de lo que él llama precisamente kairós (la ocasión). Justamente a propósito de su renuncia tajante a participar de la actividad política en Atenas, aducía que, en la situación tan mala en que estaba la ciudad, no había encontrado ninguna mejoría, ninguna escampada. No había considerado en ningún momento que se presentara algo semejante a un kairós, a una oportunidad. Ahora bien, aquí, en Sicilia, resulta que sí surge algo semejante a una oportunidad. Es la aparición de un nuevo monarca, la juventud de ese personaje, Dionisio, el hecho de que Dión le presente a éste como alguien que quiere efectivamente entregarse a la filosofía. Se trata además de alguien cuyo entorno, animado por Dión, es muy favorable tanto a la filosofía como a Platón. Y para terminar, el último argumento importante —porque vamos a encontrarlo muy a menudo en la teoría del consejero del príncipe, el consejo del príncipe- radica en el hecho de que, a diferencia de lo que pasa en una democracia, en la que hay que persuadir a muchos, hay que persuadir a la masa (el plethos), aquí, en el caso de una monarquía, basta después de todo con persuadir a un hombre, y a uno solo. Persuadir a un hombre, y a uno solo, y asunto tetminado.

Esto está en el texto de Platón. Y es el principio, el motivo por el cual, si el príncipe da en efecto una serie de signos alentadores, pues bien, puede considerarse que se está en presencia de un kairós. Un sólo personaje por convencer, y un personaje que parece querer dejarse convencer. Hasta «quí en lo tocante al kairós. Ahora, en lo concerniente al propio Platón, ¿por qué quiso aprovechar esa oportunidad tal como se presentaba? En este punto, como recordarán, Platón plantea dos motivos. Uno de ellos es la philía, la amistad que siente por Dión. Y el otro motivo -habíamos interrumpido justamente en él— es el hecho de que, de rechazar la misión que le propone Dión, de negarse a afrontar la tarea que de tal modo se le ofrece, Platón tendría la impresión de no ser otra cosa que logos, puro y simple discurso, cuando necesita, quiere tocar, poner manos a la obra en el ergon (es decir la tarea, el trabajo).

La vez pasada, entonces, habíamos llegado hasta aquí, y creo que el punto es importante. Es importante porque plantea una cuestión muy familiar, muy evidente, transparente, y al mismo tiempo muy mal conocida, y por otra parte porque este texto, me parece, al plantear la cuestión del ergon (de la tarea) filosófico a lo largo de la carta, lo hace en términos que a mi juicio son sorprendentes, cuando se los compara con los otros textos platónicos o, en todo caso, con cierta imagen e interpretación que suele darse de Platón y del platonismo tardío.

Para analizar un poco este problema del ergon filosófico (de la tarea filosófica) con respecto a la política, querría volver un momento, para señalizar la cuestión, a un texto del que hablé el año pasado, un texto que era además bastante enigmático porque la datación genera muchas incertidumbres y porque en él se expone un perfil de la tarea filosófica que es muy diferente del que vamos a encontrar ahora. Ese texto, como recordarán, es el Alcibíades, ese diálogo que en unos cuantos aspectos se presenta y se da como un texto de juventud -con el mismo argumento, la misma escenografía, las mismas peripecias, el mismo tipo de personajes-, y por otro lado contiene una gran cantidad de elementos que remiten a la filosofía tardía de Platón. No importa, acaso recuerden la situación que representaba ese diálogo. También en el Alcibíades se trataba de la intervención del filósofo en la escena política. Ahora bien, ¿cuál era la ocasión, cuál era el kairós que hacía que, en dicho diálogo, Platón se mezclara de alguna manera en la cuestión política? Supongo que se acuerdan de que la situación, la ocasión, era la siguiente: Alcibíades, el muy joven Alcibíades, gracias a su nacimiento, sus ascendientes, su fortuna y en general su estatus, se contaba, claro está, entre los primerísimos ciudadanos de la ciudad. Pero hacía notar con claridad o, mejor dicho, dejaba que Sócrates hiciera notar con claridad que, en realidad, no tenía en absoluto la intención de pasar toda la vida (katabionai) entre los primeros, y quería ser en cambio rigurosa, exclusivamente el primero, no sólo en su ciudad, a la que ambicionaba persuadir y tomar en sus manos, sino también con respecto a todos los demás soberanos, ya que quetía imponerse sobre los enemigos de Atenas, como Esparta o el rey de Persia, a quienes imaginaba como sus rivales, sus rivales personales. Y Sócrates intervenía en ese proyecto, que plantea con toda exactitud el problema de la parrhesía en una situación democrática. Yo decía "es el problema mismo de la parrhesía en un contexto democrático", porque se trata precisamente de eso: en efecto, como cada cual tiene derecho a tomar la palabra, algunos, los primeros, tienen por tarea, por función, por papel conquistar ascendiente sobre los otros. Y el problema consiste en saber, en ese juego agonístico de los primeros con referencia a los otros y de los primeros entre ellos, si es posible, legítimo y deseable que haya uno, y uno solo —como era por otra parte el caso de Pericles- que se imponga a todos los demás.

Era el problema de la parrhesía. Nos encontramos en esa famosa crisis, esa famosa problemática de la parrhesía que marca de manera muy manifiesta el funcionamiento de la democracia y, en líneas generales, de unas cuantas instituciones políticas griegas de la época. En ese sentido, verán que, pese a la diferencia del contexto, estamos en una situación un tanto análoga [a] la de Platón cuando tiene que aconsejar a Dionisio. En aquel caso, Sócrates no debe dar consejos a un tirano, un déspota o un monarca, sino a un joven que aspira a ser el primero. Platón, en cambio, tendrá que vérselas con alguien que es el primero por estatus y herencia y por la estructura misma de la politeia. Pero en ambos ejemplos la cuestión pasa por dirigirse a ellos, hablarles, decirles la verdad, persuadirlos de la verdad y con ello gobernar su alma, el alma de quienes tienen que gobernar a los demás. Por tanto, analogía de la situación a despecho de la diferencia de contextos políticos. Sin embargo -éste será uno de los hilos conductores que me gustaría seguir hoy en la exposición-, me parece que entre el Alcibíades (y el papel desempeñado por Sócrates con respecto a Alcibíades) y Platón (en su papel con respecto a Dionisio) hay toda una serie de diferencias absolutamente considerables y que trazan algo así como una división en la filosofía platónica.

Sea como fuere, una primera diferencia salta de inmediato a la vista. En el caso de Alcibíades, Sócrates también tenía que responder a la pregunta: ¿por qué intervienes a su lado? Y a ella respondía todo el comienzo del diálogo. Sócrates explicaba: me intereso en Alcibíades, a pesar de que cuando tantos otros lo deseaban y acosaban, decidí quedarme al margen. He permanecido al margen hasta aquí, pero ahora, en el momento mismo en que, como Alcibíades ha crecido, los enamorados que lo persiguen son cada vez menos numerosos y pronto van a apartarse de él, yo, por el contrario, doy un paso adelante. ¿Por qué doy un paso adelante? Pues bien, justamente porque Alcibíades quiere ponerse al frente de la ciudad, situarse en la primera fila, ejercer por sí solo el poder. Eso es el kairós. Y si lo aprovecho, es por amor a Alcibíades. El eros que tenía por éste, y que por indicación del dios he contenido hasta aquí, va a hacer ahora que aproveche ese kairós (esa oportunidad) que constituye su voluntad de ponerse al trente de la ciudad y convertirse en su jefe. Pues bien, si comparamos esta situación y esta justificación socrática con respecto a Alcibíades, veremos que la diferencia es patente, desde luego, en Platón o, bueno, en su situación con referencia a Dionisio. Platón también aprovecha el kairós, pero ¿por qué? No en virtud de una relación que sea del orden del eros, sino por una especie de obligación interna que no está tan instalada como un deseo en el alma del filósofo, y es en cambio la tarea misma de la filosofía, consistente en no ser únicamente lagos, sino también ergon. O, para decirlo con mayor exactitud, el filósofo mismo no debe ser simplemente lagos (discurso, mero discurso, discurso desnudo). También debe ser ergon. Esa obligación, y ya no el eros, va a constituir por el lado del filósofo la razón por la cual éste va a aprovechar el kairós (la ocasión). V, sin lugar a dudas, no es menor este desplazamiento que hace que el motivo para intervenir en el orden de la política no sea el deseo del filósofo con respecto a aquel a quien se dirige, sino la obligación interna de la filosofía como logosde ser además ergon. Esta es la primera observación que quería hacer.
La segunda es la siguiente. Al inquietarse ante la idea de que podría no ser más que discurso {logos), me parece que el filósofo (Platón) plantea un problema, un problema que es, justamente, familiar y poco conocido, como les decía hace un momento. Cuando le preocupa el hecho de no ser más que logos, cuando quiere, en vez de ser simplemente logos, abordar la tarea misma (el ergoti), creo que Platón plantea una cuestión que podríamos llamar la de lo real de la filosofía. ¿Qué es lo real de la filosofía? ¿Dónde podemos encontrar lo real de la filosofía? Y vemos enseguida que la manera misma como Platón va a responder a la pregunta o, antes bien, la manera misma como plantea esta última, demuestra a las claras que para él, al menos en ese momento, lo real de la filosofía no es, ya no es o no sólo es, en todo caso, el logos.

Hay que circunscribir un poco esta pregunta: ¿qué es lo real de la filosofía? Creo que este interrogante [sobre] lo real de la filosofía no consiste en preguntarse qué es lo real para ésta. No consiste en preguntarse [con] qué referente, [con] qué referencias se relaciona la filosofía. La cuestión no estriba en preguntarse cuál es el real con el que se relaciona, con el que debe confrontarse la filosofía. No consiste en preguntarse con qué criterio puede evaluarse si la filosofía dice la verdad o no. Interrogarse sobre lo real de la filosofía, como creo que lo hace esta séptima carta, es preguntarse qué es, en su realidad misma, la voluntad de decir la verdad, esa actividad de decir la verdad, ese acto de veridicción —que por lo demás puede perfectamente engañarse y decir una falsedad- muy particular y singular que se llama filosofía. La pregunta, a mi juicio, es la siguiente: ¿cómo, de qué manera, de qué modo se inscribe en lo real el decir veraz filosófico, esa forma particular de veridicción que es la filosofía? Esquemáticamente, me parece que [en] la cuestión planteada por esta inquietud acerca de la filosofía que no debe ser sólo logpsúno también ergon, vemos formularse, esbozarse, alumbrarse de una manera que, aunque muy fugaz, me parece no obstante decisiva, no la pregunta de cuál es el real que permite establecer si la filosofía dice la verdad o una falsedad, sino cuál es el real de ese decir veraz filosófico, qué hace que éste no sea simplemente un discurso vano, ya diga verdades o diga falsedades.

Lo que se compromete en esta pregunta es lo real del discurso filosófico. Y la respuesta que se da o, mejor, que se esboza en esa simple frase que recordé la vez pasada y a partir de la cual vuelvo a empezar ahora -a saber, que el filósofo no quiere ser sólo logos, sino tocar el ergon-, la respuesta que ahora será necesario iratar de desarrollar aparece en toda su simplicidad: la realidad, la prueba por la cual la filosofía va a manifestarse como real, no es el lagos mismo, no es el juego intrínseco al logos mismo. La realidad, la prueba mediante la cual, a través de la cual la veridicción filosófica va a manifestarse como real, es el hecho de que se dirija, pueda dirigirse, tenga el coraje de dirigirse a quien ejerce el poder. Es preciso que no haya malentendidos. No quiero decir para nada que en este texto de Platón se define cierta función de la filosofía que sería decir la verdad sobre la política, decir la verdad sobre las leyes, decir la verdad sobre la constitución, dar buenos consejos útiles y eficaces acerca de las decisiones a tomar. Veremos al contrario, por ejemplo en ese mismo texto, que Platón descarta, o al menos sitúa en un lugar muy particular y de ningún modo central, el hecho de que el filósofo pueda proponer leyes. Lo que hace que la filosofía, el discurso filosófico, posea la realidad que le es propia, no es el decir veraz sobre la política y ni siquiera el dictado imperioso de lo que debe ser ora la constitución de las ciudades, ora su política o su gobierno. Me parece que para Platón, en ese texto, la filosofía manifiesta su realidad a partir del momento en que se introduce en el campo político bajo formas que pueden ser muy diversas: proponer leyes, dar consejos a un príncipe, persuadir a una multitud, etc. Se introduce en el campo político bajo esas formas diversas, ninguna de las cuales es esencial, pero siempre marca su diferencia idiosincrásica con respecto a los otros discursos. Y precisamente es eso lo que la distingue de la retórica. Desde el punto de vista de la filosofía, la retórica —y a esto habrá que volver a referirse mucho más extensamente— no es otra cosa que el instrumento mediante el cual quien aspira a ejercer el poder puede no hacer más que repetir con toda exactitud lo que quieren la multitud, los jefes o el príncipe. La retórica es un medio que permite persuadir a la gente de lo que ésta ya está persuadida. Por el contrario, la prueba de la filosofía, la prueba de lo real que es la filosofía, no estriba en su eficacia política, sino en el hecho de introducirse, con su diferencia idiosincrásica, dentro del campo político, y tener su juego propio con respecto a la política. Ahora querría explicar ese juego propio con respecto a la política, esa prueba de realidad de la filosofía con respecto a la política, para lo cual me limito a recordar esto, porque creo que es, con todo, bastante importante en la historia misma del discurso filosófico: me parece que el pequeño pasaje de la carta vn donde el filósofo no quiere ser solamente logos, sino tocar también la realidad, señala uno de los rasgos fundamentales de lo que es y será la práctica filosófica en Occidente. Es cierto que durante mucho tiempo y aún hoy algunos pensaron y piensan que lo real de la filosofía se apoya en su posibilidad de decir la verdad y, en particular, de decir la verdad sobre la ciencia. Durante mucho tiempo se creyó y todavía se cree que, en el fondo, lo real de la filosofía es poder decir la verdad sobre la verdad, la verdad de la verdad. Pero me parece que —y en todo caso eso es lo que se indica en este texto de Platón- hay una manera muy distinta de señalar, de definir lo que puede ser lo real de la filosofía, lo real de la veridicción filosófica, ya diga ésta, lo reitero, verdades o falsedades. Y ese real se indica en el hecho de que la filosofía es la actividad que consiste en hablar con veracidad, practicar la veridicción con referencia al poder. Creo que desde hace por lo menos dos milenios y medio, ése fue a buen seguro uno de los principios permanentes de su realidad. Sea como fuere, lo que querría mostrarles y decirles hoy es que la carta vil y sus diferentes planteos pueden verse como una reflexión sobre lo real de la filosofía, manifestado a través de la veridicción ejercida en el juego político.

No seguiré, en el despliegue de sus meandros y sus detalles, esta carta que es muy compleja, pero querría, para esquematizar un poco, agrupar lo que encontramos en ella en dos grandes cuestiones. Primero, me parece que la carta responde, en varios de sus pasajes, unos sucesivos y otros distribuidos en tal o cual lugar del desarrollo, a esta pregunta: ¿en qué condiciones puede el discurso filosófico tener la certeza de que no se limitará a ser logos, sino efectivamente ergon en el campo de la política? En otras palabras: ¿en qué condiciones puede el discurso filosófico encontrar su realidad, dar testimonio de su realidad para sí mismo y los otros? Segunda serie de cuestiones: en esa función de real que va a ejercer la filosofía, en esa asunción de la realidad que le será propia en el orden de la política, ¿qué tiene que decir realmente la filosofía? De hecho, esta segunda serie de cuestiones está tan ligada a la primera, deriva tan directamente de ella, que, como verán, creo que podremos resumirla con bastante rapidez. En cambio, [sobre] la primera serie de cuestiones (es decir, ¿en qué condiciones podrá efectivamente un logos, que se pretende y se quiere discurso filosófico, tocar, como dice el texto, su propia tarea, echar la mano a su propio trabajo, y en qué condiciones podrá pasar, y con éxito, la prueba de la realidad?), creo que tenemos tres o cuatro textos que pueden ilustrarnos.

El primero del que querría hablar [...] está en 330f-331 d. Para que el discurso filosófico pueda efectivamente encontrar su realidad, para que pueda ser real como veridicción filosófica, y no mera verborrea vana, la primera condición -acasu paradójica— concierne a las personas a quienes se dirige. Para que la filosofía no sea puro y simple discurso sino realidad, no debe dirigirse a todo el mundo y a cualquiera, sino únicamente a quienes quieren escuchar. Y esto es lo que dice el texto, que empieza así: "El consejero de un hombre enfermo, si éste sigue un mal régimen, ¿no tiene como primer deber hacerlo modificar su género de vida? Si el enfermo quiere obedecer, él indicará entonces nuevas prescripciones. Si se niega, estimo que es de hombre recto y de verdadero médico no prestarse más a nuevas consultas". El párrafo termina un poco más adelante, en 331d "En caso de que no le parezca bien gobernado [es decir: sn caso de que el consejero, el filósofo, no crea bien gobernado el Estado; Michel Foucault], que hable [que él, el filósofo, hable, en caso de que el Estado no esté bien gobernado; Michel Foucault], pero sólo si no debe hablaren el aire o no corre riesgo de muerte [en consecuencia, para que el filósofo hable hay que tener la certeza de que no hablará en el aire ni arriesgará la vida, esto es, hay que estar seguro de que su discurso no será rechazado de una manera u otra; Michel Foucault]; pero que no apele a la violencia para derribar la constitución de su patria, cuando sólo se pueden obtener buenas al precio de proscripciones y masacres; que permanezca entonces en calma e implore a los dioses bienes para él y la ciudad". Ser escuchado y hallar en el oyente la voluntad de seguir el consejo que ha de dársele: tal es la primera condición del ejercicio del discurso filosófico como tarea, como trabajo, como ergon, como realidad. Sólo hay que dar consejos a quienes aceptan seguirlos. Si no, es menester hacer como los médicos que se marchan cuando los pacientes y los enfermos no quieren escuchar sus prescripciones. Ustedes me dirán que esto es de una banalidad bastante grande, pero creo que podemos esclarecer un poco el texto si seguimos la comparación con la medicina, una comparación que es un lugar común muy frecuente en Platón, [en] toda una serie de textos que, en efecto, relacionan o comparan el consejo político con la práctica de la medicina. En especial, vean el pasaje del libro IV de la Repúblicam 425e y asimismo el libro IV de las Leyes, [en] 720a y siguientes.
Pero ¿qué significa más precisamente esa referencia a la medicina? En primer lugar, esto: en general, la medicina se caracteriza de tres maneras, no sólo en los textos platónicos sino en el conjunto de los textos griegos del siglo IV a.C. e incluso en textos ulteriores. Primero, es un arte a la vez de coyuntura, de ocasión, y también de conjetura, porque, a través de ios signos mostrados, se trata de reconocer la enfermedad, prever su evolución y, por consiguiente, escoger la terapéutica adecuada. Arte de coyuntura, arte de conjetura que se apoya, por supuesto, en una ciencia, una teoría, conocimientos, pero que en todo momento debe tener en cuenta esas condiciones particulares y poner en juego una práctica del desciframiento. En segundo lugar, también se dice siempre que la medicina se caracteriza por no ser sólo un conocimiento a la vez teórico y general de conjetura y coyuntura, sino asimismo un arte, un arte de persuasión. El médico, el buen médico, es también quien es capaz de persuadir a su enfermo. Los remito por ejemplo, en el libro IV, párrafo 720rf-f de las Leyes, la célebre distinción entre las dos medicinas. La medicina para esclavos que es practicada por estos mismos, sea que tengan un consultorio o hagan visitas, no imporra, es una medicina que se conforma con dar prescripciones, decir lo que hay que hacer (medicina, medicamentos, escarificaciones, incisiones, amuletos, etc.). Y además existe la medicina libre para, personas libres, ejercida por médicos que por su parte son hombres libres. Esta medicina se caracteriza por el hecho de que el médico y el enfermo hablan uno con otro. El enfermo informa al médico de cuáles son sus padecimientos, cuál es su régimen, cómo ha vivido, etc. Y a cambio, el medico le explica por qué su régimen no es bueno, por qué se ha enfermado y lo que tiene que hacer ahora para curarse, hasta persuadirlo efectivamente de que de ese modo va a sanar. La buena medicina, la gran medicina, la medicina libre, es pues un arte del diálogo y la persuasión. La tercera y última característica que encontramos en general para definir la medicina es el hecho de que la buena medicina no concierne simplemente a tal o cual enfermedad que se trate de curar, sino que es una actividad, un arte que toma en cuenta la vida entera del enfermo y se hace cargo de ella. Es cierto, hay que dar prescripciones para que la enfermedad desaparezca, pero es preciso establecer todo un régimen de vida. Y justamente con referencia a ese régimen de vida, la tarea de persuasión, que es propia de la medicina y del médico, resulta una de las más importantes, de las más decisivas. Para que el enfermo sane realmente y pueda en lo sucesivo evitar cualquier otra enfermedad, es menester que acepte modificar todo lo concerniente a sus hedidas, sus alimentos, sus relaciones sexuales, sus ejercicios, todo su género de vida. La medicina se refiere en igual medida al régimen y a la enfermedad.

Si tomamos esos tres elementos de la medicina, que los textos platónicos mencionan con tanta frecuencia para caracterizarla, si tomamos por lo tanto esas diferentes notaciones y las relacionamos con la tarea del consejero, de ese consejero político de quien el texto de la carta vn dice que debe comportarse como un médico, advertimos que su papel no será ejercer la función de un gobernante que tiene que tomar decisiones en el curso normal de las cosas. En cuanto consejero político, el filósofo sólo debe intervenir cuando las cosas van mal, cuando hay enfermedad [...]. Y entonces, tendrá que diagnosticar en qué consiste el mal de la ciudad y, a la vez, aprovechar la oportunidad de intervenir y restablecer el orden de las cosas. Si se quiere, se trata pues de un papel crítico, en el sentido de que es un papel que se representa en el orden de la crisis o en todo caso del mal y la enfermedad, y de la conciencia que el enfermo, en este caso la ciudad y los ciudadanos, tiene de que las cosas no funcionan. Segundo, el papel de la filosofía y del filósofo no será como ese papel de los médicos de esclavos que se conforman con decir: hay que hacer esto, no hay que hacer aquello, hay que tomar esto, no hay que tomar aquello. El papel del filósofo debe ser como el de los médicos libres que se dirigen a personas libres, es decir, prescribir y al mismo tiempo persuadir. Por supuesto, debe decir lo que hay que hacer, pero también explicar por qué hay que hacerlo, y justamente en esa medida el filósofo no será un nú ic legisladoi que indique a una ciudad cómo debe gobernarse y qué leyes tiene que obedecer. Su papel será efectivamente persuadirá unos v a oíros, a quienes gobiernan y a quienes son gobernados. Tercero y último, el filósofo no deberá limitarse a dat consejos y opiniones en función de tal o cual mal que afecta a la ciudad. Será necesario, asimismo, que vuelva a pensar por completo el régimen de la ciudad, que sea como esos médicos que no piensan únicamente en curar los males actuales, sino que quieren tomar en cuenta y a su cargo el conjunto de la vida del enfermo. Pues bien, el objeto de la intervención del filósofo debe ser la totalidad del régimen ele la ciudad, su politeia.

En cierto sentido, podemos preguntarnos si esta definición de la tarea del consejero filosófico, que tiene que intervenir en el mal de la ciudad, bajo una forma persuasiva y con el fin de poner en cuestión toda la politeia, no es un poco contradictoria con el texto que les he citado de la carta V, donde Platón dice: sea como fuere, hay cierta cantidad de politeiai diferentes unas de otras. Está la constitución democrática, la aristocrática y la que, al contrario, entrega el poder a uno solo. Y en una carta que debía acompañar la llegada de un consejero a la corte del rey de Macedonia (Perdicas), decía: en el fondo, importa poco cuál es ia politeia, el problema es entender, comprender y saber cuál es la voz propia de cada una, cuál es su phoné para una ciudad, el mal está en general en el hecho de que la phoné (la voz) de la politeia no corresponde a lo que es esa misma constitución. Aquí, parece que el problema que el consejero debe resolver no consiste simplemente en ajusfar la voz de ta ciudad a su politeia, sino en repensar esta última. Podemos pues imaginarnos, suponer, olfatear una contradicción entre lo que dice la carta Vil y lo que dice la carta V, con la observación, desde luego, de que, como esta última es muy notoriamente apócrifa y en todo caso más tardía que la séptima, esa contradicción no debe resultar demasiado problemática. En cambio, parece innegable que la exhortación a tomar en cuenta y a cargo toda la politeia de la ciudad es también un poco contradictoria con otros textos que vamos a encontrar en esa misma carta VII, y en particular un pasaje muy enigmático en que Platón dice: de todas maneras, no se trata en absoluto de que el filósofo se convierta en el nomoteta, el legislador, el formulador de las leyes de una ciudad. De hecho, me parece que cuando Platón habla aquí de la necesidad de que el buen consejero tome en cuenta toda la politeia (así como un buen médico toma en cuenta todo el régimen de vida), no entiende ésta en el sentido estricto e institucional, por decirlo de algún modo, del marco legal dentro del cual la ciudad debe vivir. Lo que entiende por politeia, me parece, es en verdad el régimen mismo de la ciudad, es decir el conjunto constituido por las propias leyes, pero también la convicción que pueden tener los gobernantes y los gobernados, los primeros y ios últimos, de que es preciso respetar esas leyes que son buenas, y, para terminar, la manera concreta como se las respeta. A la politeia en sentido estricto, que es el marco institucional de la ciudad, hay que agregar también esa convicción, esa persuasión de los gobernantes y los ciudadanos; hay que agregar la manera misma en que esa persuasión se traduce en los actos. Y todo eso constituye la politeia en sentido lato.

Creo que cuando Platón compara la función del consejero filosófico con la del médico, y cuando por consiguiente pone de relieve que aquél debe tomar en cuenta la politeia entera, se trata sin duda de la politeia en sentido lato. En el fondo, ¿el consejero debe dirigirse a qué? Y bien, me parece que, tal como lo define Platón al compararlo con el médico, el consejero es en esencia alguien que no liene que hablar, reiterémoslo, para imponer —en el punto de partida de la ciudad o como su marco institucional- las leyes fundamentales, sino dirigirse en el fondo a la voluntad política. Trátese de la del monarca, de los jefes oligárquicos o aristocráticos o de los ciudadanos, tiene que informar esa voluntad. Pero hay que comprender que si el filósofo se dirige a la voluntad política que da vida a la politeia, que se deja persuadir por las leyes, que las acepta, que las reconoce como buenas y que quiere aplicarlas efectivamente, si se dirige a esa voluntad política que anima y vivifica la politeia, también es menester comprender que sólo puede dirigirse a ella si en cierto modo ésta es buena, es decir si el príncipe, los jefes, los ciudadanos, tienen la voluntad concreta de escucharlo. Si no quieren escucharlo, esto es, como lo aclara el final del texto: si se considera que el filósofo no dice más que palabras en el aire o, peor aun, si se le da muerte, tanto en un caso como en otro tenemos ese rechazo, y la filosofía no puede conocer su realidad. El filósofo que habla sin ser escuchado, el filósofo que habla bajo una amenaza de muerte, no hace en el fondo otra cosa que hablar en el aire y el vacío. Si quiere que su discurso sea un discurso real, un discurso de realidad, si quiere que su veridicción filosófica sea en efecto del orden de lo real, es necesario que su discurso de filósofo sea escuchado, entendido, aceptado por aquellos a quienes se dirige. La existencia de la filosofía en lo real no tiene por única condición que haya un filósofo para formularla. La filosofía sólo existe en lo real, sólo conoce su real, a condición de que al filósofo que pronuncia su discurso respondan la expectativa y la escucha de quien quiere ser persuadido por aquélla. Y creo que aquí damos con lo que podríamos llamar el primer círculo (encontraremos otros en el texto). Es el círculo de la escucha: la filosofía no puede dirigirse más que a quienes quieren escucharla. Un discurso que no sea sino protesta, recusación, grito e ira contra el poder y la tiranía no será filosofía. Un discurso que sea muestra de violencia, que quiera entrar a la ciudad por la ruerza y que, por lo tanto, difunda a su alrededor la amenaza y la muerte, tampoco conocerá su realidad filosófica. Si el filósofo no es escuchado, y no lo es a tal punto que está bajo amenaza de muerte, o si es violento, y lo es a tal extremo que su discurso acarrea la muerte de los otros, la filosofía, tanto en un caso como en otro, no puede encontrar su realidad, falla en la prueba de la realidad. La primera prueba de realidad del discurso filosófico será la escucha que se le brinde.

De allí toda una serie de consecuencias evidentemente graves e importantes, que podemos desplegar con rapidez: la filosofía siempre supone la filosofía, la filosofía no puede hablar sólo consigo misma, la filosofía no puede proponerse como violencia, la filosofía no puede aparecer como el cuadro de las leyes, la filosofía no puede escribirse y circular como un escrito que caiga en todas las manos o en cualquiera. Lo real de la filosofía radica -y ésta es su primera característica- en que se ditige a la voluntad filosófica. Y, última consecuencia, verán en qué sentido la filosofía es justamente muy distinta de la retórica (a continuación habrá que retomar esa diferencia, sin duda). La retórica es precisamente lo que puede a la vez desplegarse y encontrar su eficacia con independencia de la voluntad de quienes escuchan. Su juego consiste en captar la voluntad de los oyentes —en cierto modo a pesar de sí misma— y hacer con ella lo que quiera. Mientras que la filosofía, por su parte —y en este aspecto no es una retórica y no puede ser sino lo opuesto de la retórica—, modesta o imperiosamente, si se quiete y como se quiera, sólo puede existir por el hecho de ser escuchada. Esa escucha, esa espera de su propia escucha, forma parte de su realidad, Tal es el primer aspecto, cteo, que puede extraerse de la explicación inicial dada por Platón acerca del papel del consejero. Si Platón [ha] ido a Sicilia, ha sido porque tenía una promesa de escucha. Si su discurso en Sicilia no dejó de ser un logas vano, fue justamente porque esa escucha no se produjo y la promesa que se le había hecho fue incumplida por la persona misma que debía escucharlo. Ése es el primer tema que encontramos.

El segundo, directamente ligado al anterior, es la siguiente cuestión: si es cierto que la filosofía sólo debe su real a la capacidad de ser escuchada, ¿cómo se puede reconocer a quienes van a escucharla? ¿Cómo podrá el filósofo aceptar la prueba de realidad a partir de la certeza de la escucha que va a encontrar? Problema importante y que es también, como recordarán, el problema de Sócrates. Este también tenía que preguntarse si merecía la pena dirigirse a tal o cual joven para procurar convencerlo. Y como saben, pedía y veía o creía ver la certeza de ser escuchado en la belleza de los varones o, en todo caso, en lo que podía leer en el rostro y la mirada de un joven. Aquí, como es obvio, se trata de un criterio muy distinto y de muy otra cosa. Platón se refiere a la prueba que permitirá decidir si uno es escuchado o no en el párrafo 340 b [...], que querría explicar ahora. En la carta, el pasaje se sitúa de hecho un tanto lejos del que acabo de leer hace un momento, aunque se compare lógicamente [con él] de una manera bastante clara. Se trata de una explicación que no alude al primer viaje político a Sicilia (es decir el segundo desde un punto de vista cronológico), sino al segundo (cronológicamente, el tercero). Pero si les parece, para facilitar la exposición, voy a cotejarlos, porque creo que ese pasaje (acerca de: ¿cómo reconocer, a qué prueba someter a la persona a quien nos dirigimos?) está directamente ligado a la cuestión que mencionaba hace un rato: no se puede hablar, y la filosofía no puede ser un discurso real, no puede ser realmente una veridicción, si no se dirige a quien quiere escucharla. Pregunta: ¿cómo reconocer a quienes pueden y quieren escuchar? Entonces, si les parece bien, leamos rápidamente este texto: "A mi llegada, consideré que mi primer deber consistía en verificar si Dionisio era realmente todo ardor por la filosofía o si lo que habían contado en Atenas carecía de todo fundamento". Como pueden advertir, es directamente el problema de la escucha: ¿cómo saberlo?

El primer elemento que debe destacarse en el texto es el carácter muy explícito, muy solemnemente experimental y metódico que Platón atribuye a ese criterio. No es, como en el caso de Sócrates, una mera percepción, una intuición que le hacía adivinar a través de la belleza de un varón cuál era la calidad de su alma. Aquí se trata de un método, un método claro y que debe ser absolutamente determinante y producir resultados indudables. Ahora bien, ¿en qué consiste ese método? "Conviene a la perfección cuando se aplica a los tiranos", dice el texto, "sobre todo sí están colmados de expresiones filosóficas mal comprendidas". Es preciso mostrar a los tiranos (y aquí sigo la traducción) "qué es la obra filosófica en toda su extensión, su carácter propio, sus dificultades, el esfuerzo que reclama". Si lo traducimos de una manera muy grosera, basta y palabra por palabra, el texto griego dice lo siguiente: a tales gentes, a esos tiranos, hay que mostratles qué es topragma (qué es esta cosa, la cosa misma; ya volveré a este tema); por medio de qué actividades y prácticas (di'hosonpragmaton) [se ejerce], y qué esfuerzo implica y supone (kai hosonponon ekhet).

Como ven, la palabra pragma aparece dos veces en el texto. Ahora bien, en griego el término tiene dos sentidos. Desde el punto de vista de la gramática o la lógica, pragma es el referente de un término o una proposición. Y en ese aspecto, Platón dice con mucha claridad que es menester mostrar a esos tiranos qué es to pragma (qué es el referente), qué es la filosofía en su realidad. Los tiranos pretenden saber qué es la filosofía, conocen algunas de sus palabras, han escuchado bagatelas y fruslerías acerca de ella y creen que eso es la filosofía. Hay que mostrarles pan to pragma: lo real de la filosofía en su conjunto, todo lo real de la filosofía, todo lo que es la filosofía, como referente a y de la noción de filosofía. ¿En qué va a consistir ese pragma, ese real de la filosofía? Es preciso mostrarlo "hoion te kai di' hoson prágmaton kai hoson ponon ekhei". ¿Y qué es ese pragma? Pues bien, son los prágmata. ¿Qué son los prágmata? Los negocios, las actividades, las dificultades, las prácticas, los ejercicios, todas las formas de prácticas en las cuales hay que ejercitarse y aplicarse, y para cuya realización es preciso un esfuerzo, porque efectivamente lo exigen. Tenemos aquí el segundo sentido de la palabra pragma, que ya no es el referente de un término o una proposición. Los prágmata son las actividades, todo aquello en que nos ocupamos, todo aquello a lo que podemos aplicarnos. Y en ese sentido, como saben, prágmata se opone a skholé, que es el esparcimiento. A decir verdad, la skholé filosófica, ese esparcimiento filosófico, consiste precisamente en ocuparse de una serie de cosas que son los prágmata de la filosofía.

Sea como fuere, en este texto tenemos una doble alianza de la palabra pragma. Esa doble alianza es la siguiente: es menester mostrar a los tiranos, dice el texto, o a quienes creen conocer la filosofía, lo real de ésta, aquello a lo cual se refiere verdaderamente la palabra "filosofía", qué es el filosofar. Y con ese fin, ¿qué se les muestra? Que "filosofar" es justamente toda una serie de actividades y prágmata que constituyen las prácticas filosóficas. El texto dice ni más ni menos que esto, algo que, no obstante, es fundamental: que lo real de la filosofía, lo real del filosofar, el elemento con el cual se relaciona la palabra "filosofía", es un conjunto de prágmata (de prácticas). Lo real de la filosofía son las prácticas de la filosofía. ¿Y cuáles son esas prácticas? Pues bien, eso es precisamente lo que desarrolla el texto a partir de esta frase, y creo que podemos encontrar tres series de indicaciones.

Como advertirán, las prácticas de la filosofía se representan como un camino por recorrer, un camino que aquel a quien se quiere examinar y poner a prueba debe reconocer de inmediato y acerca del cual debe probar, cuando le ha sido mostrado, que es el que ha escogido, el que quiere recorrer, el que quiere transitar hasta el final y sin el cual no puede vivir. "Ou biotón allos": para él no es posible vivir de otra manera. Esa elección filosófica, esa elección del camino filosófico, es una de las condiciones primeras. En segundo lugar, a partir de esa elección filosófica, el candidato, el que es sometido a esta prueba, debe apresurarse con todas sus fuetzas, apresurarse también bajo la dirección de un guía que le muestra el camino, lo toma de la mano y le hace recorrer su extensión. Y el candidato, la persona sometida a la prueba, debe apresurarse con todas sus fuerzas y apresurar también a su guía e instarlo a llegar lo más rápido posible a la meta. Entre esas actividades (esos prágmata de la filosofía), es preciso además que el candidato no modere sus esfuerzos, y debe trabajar y penar hasta el final, hasta e] término del camino. Sólo debe abandonar -es una indicación más que encontramos en el texto— la dirección de quien lo guía si ha cobrado las fuerzas suficientes para conducirse sin su instructor, para conducirse a sí mismo. Hasta aquí una primera serie de indicaciones.

La segunda serie de indicaciones importantes aparece inmediatamente después: "Tal es el estado de ánimo en que vive ese hombre: se entrega sin dudar a sus acciones comunes y corrientes, pero en todo y siempre se consagra a la filosofía, ese género de vida que, junto con la sobriedad de espíritu, le da una inteligencia pronta y una memoria tenaz, así como destreza en el razonamiento". El texto es importante, entonces, porque, como verán, indica al mismo tiempo que la elección de la filosofía debe hacerse de una vez y para siempre, debe mantenerse hasta el final y no interrumpirse hasta llegar a él. Pero por otro lado, y esto es lo que se deja ver en ese planteo, dicha elección de ia filosofía no sólo no es incompatible con las acciones comunes y corrientes, sino que consiste en que, aun en la vida común y corriente y en el transcurso de las acciones que llevamos a cabo día tras día, pues bien, utilicemos la filosofía, la pongamos en juego. Somos filósofos hasta en nuestras acciones comunes y corrientes, y esa práctica de la filosofía se traduce en tres capacidades, tres tipos de actitudes y aptitudes: somos eumathés, es decir que podemos aprender con facilidad; somos mnemon, es decir que disfrutamos de buena memoria y tenemos siempre presente y de manera viva, actual, activa, todo lo que hemos aprendido, puesto que somos eumathés. Por lo tanto, somos eumathés, somos mnemon (conservamos en la memoria lo que hemos aprendido) y, por último, somos logízesthai dynatós (capaces de razonar, esto es: en una situación y una coyuntura dadas, sabemos utilizar el razonamiento y aplicarlo para tomar la decisión adecuada). En consecuencia, como ven, tenemos toda una primera serie de indicaciones que señalan en qué debe consistir, en su principio, su permanencia y su esfuerzo ininterrumpido, la elección filosófica, y por otro lado, roda una serie de indicaciones que muestran de qué manera dicha elección se entrelaza, se conecta inmediata y continuamente con la actividad cotidiana.

Bien, si comparamos este texto con otro, el de Alcibíades, del que les hablaba hace un rato y que habíamos comentado la vez pasada, podrán ver que la definición de la relación entre la filosofía y la actividad política, digamos, es muy diferente. En efecto, como recordarán, Alcibíades estaba poseído por el deseo de ejercer el poder, y el poder único, exclusivo en la ciudad. En ese punto Sócrates lo detenía, lo tomaba de la manga y le decía: pero ¿sabes acaso cómo puedes ejercer ese poder? Y a partir de allí se iniciaba un diálogo muy extenso durante el cual se comprobaba que Alcibíades ni siquiera sabía qué era la justicia o el buen orden, la buena armonía que quería hacer reinar en la ciudad, y por ello era preciso que aprendiera todo eso. Pero no podía aprenderlo sin ocuparse de sí mismo, en primer lugar y ante todo. Ahora bien, ocuparse de sí mismo implicaba conocerse a sí mismo. Y conocerse a sí mismo suponía una conversión de la mirada para dirigirla hacia su propia alma; en la contemplación de su propia alma o la percepción del elemento divino de su propia alma podía advertir los fundamentos de lo que era la justicia en su esencia y, por consiguiente, conocet cuáles eran los fundamentos y los principios de un gobierno justo. Teníamos con ello, entonces, la imagen o, mejor, la definición de un camino filosófico que era sin duda, como aquí, indispensable para la acción política. Se darán cuenta, sin embargo, de que ese camino filosófico tenía en el Alcibíades la forma del retorno de sí a sí: contemplación del alma por sí misma y contemplación de las realidades que pueden fundar una acción políticamente justa.

Aquí, la elección filosófica, la actividad filosófica, los prágmata filosóficos que son imprescindibles y que constituyen el pragma (lo real) de la filosofía, las prácticas filosóficas que son lo real de la filosofía, son muy distintas. No se trata en absoluto de mirada, se trata de camino. No se trata en absoluto de una conversión sino, al contrario, de seguir un camino que tiene un origen y una meta. Y a lo largo de ese camino debe asegurarse todo un trabajo prolongado y penoso. Por último, la dedicación a la que se refiere ese texto no es la dedicación a las realidades eternas, es la práctica de la vida cotidiana, esa especie de actividad del día a día, dentro de la cual el sujeto deberá mostrarse eumathés (capaz de aprender), mnemon (capaz de recordar) y logízesthai(capaz de razonar). Si se quiere, en el caso de la gran conversión cuya definición comprobábamos en el Alcibíades, el problema era saber, una vez que el sujeto había alcanzado la capacidad de contemplar la realidad, cómo podía volver a bajar y aplicar en concreto lo que había visto a la vida cotidiana. También recordarán, además, lo difícil que era en la República devolver a la caverna a quienes habían contemplado una vez la realidad exterior a ella. Aquí se trata de algo muy distinto. Se trata de una elección, una elección c¡ue debe hacerse desde el inicio, hacerse de una vez por todas y a continuación desarrollarse, desenvolverse y casi utilizarse como moneda de cambio en el trabajo asiduo de la vida cotidiana. Es un tipo muy diferente de conversión. Conversión de la mirada hacia otra cosa en el Alcibtades. Y aquí, una conversión que se define por una elección inicial, un camino y una aplicación. Conversión no de la mirada, sino de la decisión. Conversión que no tiende a !a contemplación, a la contemplación de sí mismo, sino que, bajo la dirección de un guía y en el transcurso de un camino que será largo y penoso, debe permitir, en la actividad de todos los días, el aprendizaje, la memoria y los buenos razonamientos a la vez.

Como es obvio, de ello pueden extraerse unas cuantas consecuencias. La primera, lo han visto, es que tenemos en este texto, me parece, la definición de otro círculo. Hace un rato, sobre la base del pasaje anterior, mencioné el círculo de la escucha, consistente en que el decir veraz filosófico, la veridicción filosófica, supone en el otro la voluntad de la escucha. Aquí tenemos otro círculo, del todo diferente, que ya no es el círculo de otro sino el de uno mismo. Se trata en efecto de esto: lo real de la filosofía sólo se encuentra, sólo se reconoce, sólo se efectúa en la práctica misma de la filosofía. Lo real de la filosofía es su práctica. Más exactamente, lo real de la filosofía —y ésta es la segunda consecuencia que hay que extraer- no es su práctica como práctica del logos. Es decir que no será la práctica de la filosofía como discurso, no será siquiera la práctica de la filosofía como diálogo. Será la práctica de la filosofía como "prácticas", en plural, será la práctica de la filosofía en sus prácticas, sus ejercicios. Y la tercera consecuencia, indudablemente capital, es que esos ejercicios, ¿a qué se refieren? ¿Qué está en cuestión en esas prácticas? Pues bien, se trata muy simplemente del sujeto mismo. Es decit que lo teal de la filosofía se manifestará y se atestiguará en la relación consigo, en el trabajo de sí sobre sí, en el trabajo sobre sí mismo, en ese modo de actividad de sí sobre sí. La filosofía encuentra su real en la práctica de la filosofía, entendida como el conjunto de las prácticas por medio de las cuales el sujeto se relaciona consigo mismo, se autoelabora, trabaja sobre sí. El trabajo de sí sobre sí es lo real de la filosofía.
Hasta aquí el segundo texto que quería comentarles en esa séptima carta. Hay un tercero que comentaré, sí les parece, dentro de un rato, y que nos llevará, creo, a un tercer círculo y una tercera definición, un tercer enfoque de lo real de la filosofía.



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