miércoles, 16 de enero de 2013

Foucault responde a Sartre

Entrevista con Jean-Pierre El Kabbach. La Quinzaine littéraire, núm. 46, marzo 1968, p. 20-22.



Michel Foucault, probablemente contra su voluntad se le llama filósofo. ¿Qué es para usted la filosofía?
M.F. Ha habido la gran época de la filosofía contemporánea, la de Sartre, de Merleau-Ponty, en la que un texto filosófico, un texto teórico, debía finalmente decir qué era la vida, la muerte, la sexualidad, si Dios existía o no, qué era la libertad, qué era preciso hacer en la vida política, cómo comportarse con el prójimo, etc. Tengo la impresión de que esta especie de filosofía no tiene cabida en la actualidad, que, si usted quiere, la filosofía si no se ha volatilizado se ha, al menos, dispersado, que hoy el trabajo teórico en cierto modo se conjuga en plural. La teoría, la actividad filosófica, se produce en diferentes terrenos que están como separados unos de otros. Existe una actividad filosófica que se genera en el campo de las matemáticas, una actividad teórica que se manifiesta en el dominio de la lingüística o en el de la mitología, en el terreno de la historia de las religiones, o, simplemente, en el de la historia. Y precisamente en esta pluralidad del trabajo teórico, desemboca una filosofía que aún no ha encontrado su pensador único ni su discurso unitario.

¿Cuándo se ha producido esta especie de ruptura entre los dos momentos?
M.F. Aproximadamente hacia los años 1950-55 en una época precisamente en la que el mismo Sartre renunciaba, pienso, a lo que se podría denominar la especulación filosófica propiamente dicha y cuando finalmente él comprometía su actividad, su actividad filosófica, con un tipo de comportamiento que era un comportamiento político.

Usted ha escrito como conclusión de su obra Las palabras y las cosas que el hombre no es ni el problema más viejo ni el más constante que se haya planteado al saber humano. El hombre, dice usted, es una invención de la que la arqueología de nuestro pensamiento muestra su reciente aparición y posiblemente su próximo fin. Se trata de una de las frases que han levantado más polvareda. ¿Cuál es a su juicio la fecha de nacimiento del hombre en el espacio del saber?
M.F. El siglo XIX ha sido el siglo en el cual se han inventado un cúmulo de cosas muy importantes como la microbiología por ejemplo o el electromagnetismo/Es también el siglo en el que se han inventado las ciencias humanas. Inventar las ciencias humanas era en apariencia hacer del hombre el objeto de un saber posible. Significaba constituirlo en objeto de conocimiento. Ahora bien, en este mismo siglo XIX se esperaba, se soñaba, con el gran mito escatológico de esa época que ha sido el siguiente: actuar de tal modo que ese conocimiento del hombre surtiese tal efecto que el hombre pudiese ser liberado de sus alienaciones, liberado de todas las determinaciones que no controlaba; que pudiese, gracias al conocimiento que poseía de sí mismo, convertirse por vez primera en dueño y detentador de sí. Dicho de otro modo, se convertía al hombre en objeto de conocimiento para que el hombre pudiese convertirse en sujeto de su propia libertad y de su propia existencia.
Pues bien lo que ocurrió, y en este sentido se puede decir que el hombre nació en el siglo XIX, es que, a medida que se desarrollaban estas investigaciones sobre él en tanto que objeto posible del saber, y, pese a que se descubrió algo muy serio, este famoso hombre, esa naturaleza humana o esa esencia humana, lo propio del hombre, eso nunca se encontró. Cuando se analizaron, por ejemplo, los fenómenos de la locura o de la neurosis lo que se descubrió fue un inconsciente, un inconsciente todo él atravesado de pulsiones, de instintos, un inconsciente que funcionaba mediante mecanismos y en el interior de un espacio topológico que en realidad no tenía nada que ver con lo que se podía esperar de la esencia humana, de la libertad o de la existencia humana, un inconsciente, en fin, que funcionaba como un lenguaje, según se ha dicho últimamente. Por consiguiente el hombre se volatilizaba a medida que era horadado en sus profundidades. Cuanto más lejos se iba menos se lo encontraba. Lo mismo ocurrió con el lenguaje. Se esperaba que estudiando la vida de las palabras, la evolución de las gramáticas y comparando unas lenguas con otras el propio hombre se revelaría a sí mismo, bien en la unidad de su rostro, bien en sus diferentes perfiles. Y sin embargo a fuerza de excavar en el lenguaje ¿qué es lo que se ha encontrado? Se han encontrado estructuras. Se han encontrado correlaciones, se ha encontrado el sistema que en cierto modo es cuasilógico, pero el hombre en su libertad, en su existencia, una vez más ha desaparecido.

Nietzsche anunciaba la muerte de Dios. Usted parece prever la muerte de su asesino, el hombre. Se trata de un justo retorno de las cosas. ¿La desaparición del hombre no estaba ya contenida en la de Dios?  
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M.F. Esta desaparición del hombre en el preciso momento en que era buscado en sus raices no significa que las ciencias humanas vayan a desaparecer. Yo nunca he dicho eso, sino que las ciencias humanas van a desarrollarse ahora en un horizonte que ya no está cerrado o definido por el humanismo. El hombre desaparece en filosofía no tanto como objeto de saber cuanto como sujeto de libertad y de existencia ya que el hombre sujeto, el hombre sujeto de su propia conciencia y de su propia libertad, es en el fondo una imagen correlativa de Dios. El hombre del siglo XIX es Dios encarnado en la humanidad. Se produce una especie de teologizador del hombre, retorno de Dios a la tierra, que ha convertido al hombre del siglo XIX en la teologización de sí mismo. Cuando Feuerbach dijo "hay que recuperar en la tierra los tesoros que han sido regalados a los cielos" situaba en el corazón del hombre los tesoros que el hombre con anterioridad había dispensado a Dios. Nietzsche ha sido quien al denunciar la muerte de Dios ha denunciado al mismo tiempo a este hombre divinizado con el que no cesó de soñar el siglo XIX. Y cuando Nietzsche anuncia la llegada del superhombre lo que anuncia en realidad no es la próxima venida de un hombre que se asemejaría más a un Dios que a un hombre, lo que anuncia en realidad es la venida de un hombre que ya no tendrá ninguna relación con ese Dios cuya imagen encarna.
Por eso cuando usted habla del final de esta invención reciente dice "posiblemente".
M.F. Por supuesto. De todo esto yo no estoy seguro en la medida en que se trataba de hacer (al menos eso era lo que yo pretendía) algo así como un diagnóstico del presente. Usted me preguntaba hace un minuto cómo y en qué había cambiado la filosofía. Pues bien, posiblemente se podría decir lo siguiente: la filosofía desde Hegel hasta Sartre, por lo menos, ha sido esencialmente una empresa de totalización, totalización que, si no se quiere hacer extensiva al mundo y al saber, sí debe ser admitida en lo que se refiere a la experiencia humana. Yo diría que posiblemente si existe hoy una actividad filosófica autónoma, si puede haber una actividad teórica interior a las matemáticas, a la lingüística, a la etología o a la economía política, si existe una filosofía libre de todos esos terrenos se la podría definir del modo siguiente: una actividad de diagnóstico. Diagnosticar el presente, decir qué es el presente, señalar en qué nuestro presente es absolutamente diferente de todo lo que el no es, es decir, de nuestro pasado tal puede ser la tarea que le ha sido asignada hoy a la filosofía
¿Cómo se define hoy el estructuralismo?
M.F. Si preguntamos a los que han sido clasificados bajo la etiqueta de "estructuralistas", si preguntamos a Lévi-Strauss, a Lacan, a Althusser o a los lingüistas responderán que nada tienen en común unos con otros o muy pocas cosas. El estructuralismo es una categoría que existe para los otros, para quienes no lo son. Sólo desde el exterior se puede decir éste o ése son estructuralistas. Es a Sartre a quien hay que preguntarle qué son los estructuralistas puesto que él considera que constituyen un grupo coherente (Lévi-Strauss, Althusser, Dumézil, Lacan, y yo), un grupo que presenta una especie de unidad; sin embargo esta unidad, nosotros no la percibimos.
Entonces ¿cómo define su trabajo?
M.F. ¿Mi trabajo? Se trata de algo muy limitado que esquemáticamente consistiría en lo siguiente: intentar encontrar en la historia de las ciencias, de los conocimientos y del saber humano algo que sería como su inconsciente. Si quiere la hipótesis de trabajo es globalmente ésta: la historia de los conocimientos, no obedece simplemente a la ley del progreso de la razón; no es la conciencia humana o la razón humana quien detenta las leyes de su historia. Existe por debajo de lo que la ciencia conoce de si misma algo que desconoce, y su historia, su devenir, sus episodios, sus accidentes obedecen a un cierto número de leyes y determinaciones. Son precisamente esas leyes y esas determinaciones lo que yo he intentado sacar a la luz. He intentado desentrañar un campo autónomo que sería el del inconsciente de la ciencia, el inconsciente del saber que tendría sus propias reglas del mismo modo que el inconsciente del individuo humano tiene también sus reglas y sus determinaciones.
Acaba de aludir a Sartre. Ha elogiado los esfuerzos de Sartre, que usted mismo calificó de magníficos, como los esfuerzos de un hombre del siglo XIX para pensar el siglo XX. Se trataba, incluso, según usted, del último marxista. Después Sartre ha respondido. Reprocha a los estructuralistas que sean una ideología nueva, el último obstáculo que la burguesía ha erigido contra Marx. ¿Qué piensa de esto?
M.F. Le responderé dos cosas. En primer lugar Sartre es un hombre que tiene ante sí una obra demasiado importante que está ultimando —obra literaria, filosófica, política— para que haya tenido tiempo de leer mi libro. No lo ha leído. Por consiguíente lo que dice no puede parecerme muy pertinente. En segundo lugar, quiero confesarle algo. He pertenecido en otro tiempo al Partido Comunista —durante algunos meses o incluso menos que meses— y recuerdo que entonces Sartre era definido por nosotros como el último baluarte del imperialismo burgués, la última piedra del edificio que... Bien, esa misma frase la encuentro, con irónica sorpresa, quince años más tarde en la pluma de Sartre. Digamos que los dos, él y yo, hemos estado dando vuelta alrededor del mismo eje.
No encuentra en ello ninguna originalidad.
M.F. No, es una frase que anda por ahí desde hace veinte años y que él utiliza. Está en su derecho. Nos paga con la misma moneda que nosotros le habíamos pagado.
Sartre le reprocha a usted y a otros filósofos el minusvalorar y menospreciar la historia. ¿Es cierto?
M.F. Ningún historiador me ha hecho ese reproche. Existe una especie de mito de la Historia entre los filósofos. En general los filósofos son muy ignorantes respecto a todas las disciplinas que no son las suyas. Existe una matemática para filósofos, una biología para filósofos, pues bien, hay igualmente una Historia para filósofos. La Historia para los filósofos es una especie de grande y tosca continuidad en la que se engarzan la libertad de los individuos y las determinaciones económicas o sociales. Cuando se toca alguno de esos grandes temas, continuidad, ejercicio efectivo de la libertad humana, articulación de la libertad individual con las determinaciones sociales, cuando se atenta contra uno de esos tres mitos inmediatamente los hombres de bien claman contra la violación o el asesinato de la Historia. De hecho hace ya bastante tiempo que personas tan importantes como Marc Bloch, Lucien Febvre o los historiadores ingleses y otros han dado fin a ese mito de la Historia. Practican la historia de un modo muy distinto. En cuanto al mito filosófico de la Historia, ese mito de cuyo asesinato se me acusa, me gustaría haberlo realmente destruido porque era precisamente con él con quien pretendía acabar y no con la historia en general. La historia no muere, pero la historia para filósofos, esa, sin duda, me gustaría terminar con ella.
¿Quiénes son los pensadores, los científicos, los filósofos que han influido o marcado su formación intelectual?
M.F. Pertenezco a una generación cuyo horizonte de reflexión estaba en general definido por Husserl y, de un modo más preciso, por Sartre y, más concretamente aún, por Merleau-Ponty. Parece evidente que en torno a los años 50-55, y por razones difíciles de desentrañar, razones de orden político, ideológico y científico al mismo tiempo, ese horizonte se nos vino abajo. De repente se eclipsó y nos encontramos ante una especie de gran vacío en cuyo interior las exploraciones se convirtieron en algo mucho menos ambicioso, se hicieron más limitadas, mucho más regionales. Parece claro que la lingüística al estilo de Jakobson, la historia de las religiones, de los mitos, al estilo de Dumézil, nos sirvieron de valiosísimos apoyos.
—¿Cómo se podría definir su actitud en relación a la acción y a la política?

M.F. La izquierda francesa ha vivido asentándose sobre el mito de una ignorancia sacralizada. El cambio radica hoy en la idea de que un pensamiento político no puede ser políticamente correcto más que si es científicamente riguroso. Y en este sentido pienso que todo el esfuerzo que realizan actualmente un grupo de intelectuales comunistas para revisar los conceptos de Marx, para retomarlos desde la raíz, analizarlos, redefinir el uso que de ellos se puede y se debe hacer, todo este esfuerzo es a la vez un esfuerzo político y científico. La idea de que dedicarse, como hacemos actualmente, a actividades propiamente teóricas y especulativas es distanciarse de la política, es una idea, creo, totalmente falsa. No nos ocupamos de problemas teóricos, tan específicos y meticulosos, porque nos distanciemos de la política, sino porque en la actualidad nos damos cuenta de que toda forma de acción política no tiene mas remedio que articularse estrechamente con una rigurosa reflexión teórica,
Una filosofía como el existencialismo estimulaba en cierto modo al compromiso o a la acción. A usted se le reprocha la actitud contraria.
M.F. Ciertamente es un reproche, y es normal que se plantee. Una vez más la diferencia no radica en que ahora hayamos separado la política de lo teórico, sucede justamente lo contrario: en la medida en que acercamos al máximo lo teórico y lo político rechazamos esas políticas de la docta ignorancia como eran aquellas, pienso, conocidas con el nombre de compromiso.
¿Es el lenguaje o el vocabulario lo que separa actualmente a los filósofos y a ios científicos del gran público, de los hombres con los que viven, de sus contemporáneos?
M.F. Creo, por el contrario, que hoy más que nunca las instancias de difusión del saber son numerosas y eficaces. El saber en los siglos XIV y XV, por ejemplo, se definía en un espacio social que era circular y forzoso. El saber era lo secreto, y la autenticidad del saber estaba a la vez garantizada y protegida por el hecho de que ese saber no circulase o circulase exclusivamente entre un reducido número de individuos; desde el momento en que el saber era divulgado cesaba de ser saber y, por consiguiente, dejaba de ser verdadero. Nos encontramos actualmente en un nivel muy avanzado de una mutación que comenzó en los siglos XVII y XVIII cuando, al fin, el saber se convirtió en una especie de cosa pública. Saber significaba ver de forma evidente lo que todo individuo, situado en las mismas condiciones, podría ver y comprobar. En este sentido la estructura del saber se ha convertido en pública. Todo el mundo posee el saber. Simplemente no siempre se trata del mismo saber, ni del mismo grado de formación, ni del mismo grado de precisión, etc. Pero no están por un lado los ignorantes y por otro los sabios. Lo que acontece en una zona del saber repercute actualmente de modo muy rápido en otra zona del mismo. Y en esta medida pienso que nunca el saber ha sido tan especializado como ahora y sin embargo tampoco nunca se ha comunicado tan rápidamente consigo mismo.



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RecursosMichel Foucault Saber y verdad

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