jueves, 9 de febrero de 2012

La estupidez (1)

Capitulo III

1- Como hablar de la estupidez y lo que no entendemos por estupidez.




En todo tiempo más o menos, y asi también hoy, se requiere mucho valor para hablar de la estupidez: por un lado, se corre el grave riesgo de pasar por presuntuosos y arrogantes perturbadores o enemigos del progreso infalible, con la consiguiente tacha, en el mejor de los casos, de ser juzgados estupidísimos; por otro, nos arriesgamos imprudentemente con un asunto enorme, ya que hoy todo es lanzado a lo colosal. Y, sin embargo, cada uno de nosotros, más o menos, experimentamos cada día la propia y la ajena estupidez, si no por otra cosa, por relaciones de ataduras; ella es el perejil y también el «cemento», al igual que la hipocresía, de las llamadas «relaciones sociales». La estupidez es omnipresente, infinita como el ser, siendo su negativo: sin ciertas estupideces, el hombre ni siquiera lograría nacer, escribe bromeando Erasmo en el Elogio. Esto no obstante, pocos escritores se han ocupado ex profeso y, a mi creer y entender, ninguno ha hecho de ella objeto de meditación filosófica. Creo que esto depende del hecho de que la estupidez no hace excepción con ninguno, hiere al hombre en cuanto hombre: es un espejo en el que nadie quiere reflejarse, para evitar verse obligado a dolorosas e incluso envilecedoras confesiones; «espaldas al espejo» es el imperativo de nuestra estupidez radical. De esto es prueba, como escribe el hegeliano Erdmann en una conferencia de 1866 sobre este tema, que, apenas algún temerario da a entender que va a hablar seriamente de la estupidez, casi todos quedan sorprendidos, temerosos y contrariados; recobrados del primer susto, estallan a reír. Evidentemente se disparan los mecanismos de defensa, la cual asume la cara del fastidio por el tema fútil y ligero que casi no vale la pena, o la cara del buen humor, precisamente de quien se siente al seguro pudiendo tomárselo a risa. Esto confirma, escribe Musil, el «dominio vergonzoso y aplastante que la estupidez tiene sobre nosotros»; hablar de ella es desafiar «una fuerza psicológica poderosa y profundamente contradictoria».

De la estupidez se puede hablar como estúpidos; entre otras cosas, esto sucede cuando quien habla de ella y quienes escuchan o dialogan presuponen que no son estúpidos, sino inteligentes, convicción que es robusto signo de estupidez. Esto, «el cenáculo de los inteligentes» al abrigo, es el peligro que hay que evitar si se quiere discurrir seria y provechosamente acerca de ella: quien habla de ella y quien de ella oye hablar, como cualquier otro hombre, le están sujetos; sin esta conciencia inicial todo discurso sobre ella es vano y la confirma.

La estupidez, tal y como viene entendida en estas páginas, no tiene nada que ver con las menguas o las deficiencias de los subnormales, con los llamados «débiles» mentales, abúlicos, etc.; de este modo de entenderla y de otros semejantes no nos ocupamos; ni siquiera del uso común que se hace del término cuando, en ésta o en aquella circunstancia, gratificamos a alguno o a nosotros mismos con la palabra «estúpido». Se ha de distinguir también de la obtusidad, propia de quien es «romo», «redondo», de ningún modo penetrante: el obtuso sólo ve las apariencias y se contenta, se encierra en ellas sordo a lo demás, a veces sombrío e inerte; también ha de distinguirse de la imbecilidad, de la pasionalidad, etc., aunque puedan tener relaciones con ella. Aquí hablaremos de la estupidez en relación a la inteligencia, como oscurecimiento de la misma.

2. La estupidez como negación de lo que no «No ve» o LÍMITE-SIGNO de la inteligencia. 

Si el límite es el signo de la inteligencia, su olvido, pérdida o desconocimiento es la estupidez; perdido el signo, se pierde el significado y nada es significante: ¿qué hombre no ha perdido y no pierde ni perderá el «signo»? La estupidez no consiste en «no ver» o en «no comprender» o en ver y comprender poco y mal —todos no vemos todo, aunque se trate de una brizna de hierba o del más tenue sentimiento—, sino en negar o en no reconocer que no podemos ver o comprender todo, ni siquiera de la cosa más pequeña, y, contemporáneamente, en negar lo que no se ve ni se comprende; es decir, en no reconocer los límites indeclinables intrínsecos a la condición humana, además de los propios de cada hombre. Por esto, la estupidez no consiste en el acto inherente al sujeto de no ver, sino en el, digamos, objetivo de afirmar que los límites no existen, para concluir que lo que no se ve ni «se comprende», no existe. Si cada uno de nosotros en cada circunstancia se atuviera a la norma: «sé consciente de los limites de tu sentir, pensar, conocer, querer y obrar», estaría en el buen camino de una vida inteligente, no privada de perspectivas positivas.

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De ello se sigue que la estupidez no se ha de confundir con la «ignorancia», que es el «no saber» o el «no tener ciencia»; más aún, la conciencia de nuestra ignorancia ilimitada es inteligencia madura y vigilante, es «docta» y también «sabia» ignorancia, ya que es «doctrina» profunda el «conocer que no se conoce» y el «saber que no se sabe», y es «sabiduría» auténtica el reconocer tanta ignorancia y obrar en consecuencia respecto a nosotros mismos, a los otros y a Dios: la ignorancia no unida a la estupidez no niega lo que no logra ver ni comprender, antes bien tiene acerca de ello un sagrado respeto y está siempre dispuesta y solícita a dejarse abrir los ojos por quien ve más. La estupidez no puede llamarse ignorancia incluso porque no ve y no comprende porque no quiere, «montada» como está por la malicia: «desmontándola», podría ver; y, por otra parte, no reconoce su ignorancia, de otro modo habría ya entrado en la zona de la inteligencia.
La estupidez tiene una compleja problemática gnoseológica y ética, que en el punto de partida niega el limite y la inteligencia, porque tiene una concepción del ser que es su negación: presupone que es solamente lo que es objeto de observación sensible o sensiblemente «representable» o que da «impresiones» y, en cuanto tal, cognoscible y verificable por experiencia sensorial y razón, que a fin de cuentas es el sentido común; y que no es lo que, no visible ni tocable, no es calculable ni utilizable; de aquí la identificación del saber con lo experimentable-racionalizable y de esto con lo llamado «escible» humano. De donde procede la inversión: no es el ser el que signa los límites al conocer, sino el conocer al ser: lo que no es cognoscible por esta vía, no es; por consiguiente, para el hombre es todo cognoscible: el problema teorético del principio del saber y del logos primero fundante es sustituido por el de los medios técnicos del conocer sensible-racional, cuya solución es sólo una «cuestión de tiempo», el que transcurrirá entre lo «cognoscible» y el todo «conocido » , donde el «todo», negado el ser, es lo «representable» funcionalizado, nada (niente). Esta posición ateorctica y meramente gnoseologfstica de reducción del saber al mínimo de lo sensible calculable comporta la negación «racional» de la inteligencia y del límite, del saber no-sensible, límite de la razón, y su negación práctica o su desconocimiento; opera la «sustitución» de lo inteligible por lo sensible, del principio de la verdad por los medios cognoscitivos que se han de aplicar al segundo; en pocas palabras, reduce lo teorético a un conjunto de instrumentos de ordenación o de sistematización de los datos observados, que a su vez son instrumentos del hacer: esto es el todo esente y cognoscible. A la estupidez le importa, negado el límite, reducirlo todo a lo que ve y le sirve o a lo representado —mera «representación!, perdido el ser—, a su pequenez y mediocridad, a su «mezquindad insignificante»; perdido el signo, se pone ella misma como signo de todo, y por esto pone todo como la «nadas {mente) utilizable.

De aquí su peligrosidad mortal: se afirma y defiende con el autoritarismo que astutamente adopta las armas del servilismo y a la vez de la violencia, del moralismo y del atropello, pronta a destruir a quien sospecha que puede mostrar algún crédito de inteligencia, ya que nada le es más insoportable que el reconocimiento que le hace apechugar con su malicia mezquina. El culto de la diosa razón de los largos cálculos exactos sobre datos empíricos o sobre particulares sustitutivos del ser, forma una sola cosa con el culto de la potencia, de la fuerza, del dominio y de la violencia; es el culto de los Gigantes, dispuestos a construir con siervos y obreros colosales obras materiales: «parecen los reyes del mundo», dice al verlos descender de la montaña con inmenso estrepito un pobre y feliz «desgraciado» (scalognato) que vive de sueños; «parece una ola de salvajes», corrige uno de los «actores» que todavía creen en la poesía y en la fantasía, a los que no les queda más que oponer con vehemencia «los sueños, la música, la oración, el amor... todo lo infinito que hay en los hombres», aun previendo que Use, la voz del espíritu, será muerta por los siervos de los Gigantes que se niegan a escucharla. Lo material y lo racional, abandonados a sí mismo y a su engranaje en la pérdida de la inteligencia del ser, marchan unidos hacia el nihilismo.

Precisamente su posición negativa frente al pensar y al saber y a la problemática inherente hace a la estupidez «presuntuosa», la coloca en la zona del «ultra cogitare», del pensar y querer más allá de los limites del pensamiento y de la voluntad por negación del orden del uno y de la otra, y, por consiguiente, desordenada en el juicio y en la estima: negación no «mística» del pensamiento y de la voluntad; si se quiere, de una mística no hacia lo alto, por la que la negación es la plena afirmación del ser, sino hacia lo bajo, por la que la negación lo es también de la nada (nulía) y es concupiscencia de nada (mente). Arrogante en los modos, quiere siempre mucho más de lo que merece, por la presuntuosa opinión que tiene de sí misma; la estupidez tiene su fundamento, no en el pensar, sino en el «ultra cogitare». Esto confirma lo que decíamos más arriba: es ciegamente y, a la vez, astutamente autoritaria: confía sin límites en su prepotencia o en la debilidad de los otros, que es precisamente el otro aspecto de su «ultra cogitare».

Pretenciosa, la estupidez es activista sin descanso, nunca deja de hacer y de decir, pero está privada de inquietudes espirituales, de problemas, de sentimientos; asume cometidos que no le van o la sobrepasan, y presume o pretende realizarlos perfectamente, hacer obras maestras finitas, «clásicas»; incluso cuando yerra, no lo reconoce, protesta y golpea con violencia y con bellaquería vestida de contenido coraje; por esto, es siempre irritante y provocadora. Es «enfática»; sólo le interesa «aparecer», «mostrarse» a los otros en cualquier cosa para atraerse (los medios no cuentan) la «opinión», «representar» diciendo algo más allá del signo y de lo significado; es más, sin tener cuenta de ello, sólo preocupada del tono del decir: fuera del límite, «abusa» de la palabra y de la acción y no frena la imaginación. Todo tiene para ella demasiada y ninguna importancia; toda palabra es extraordinaria y es sólo «voz»: declama y sentencia enmascarando maliciosamente su rostro: su hacerse enfática es la mampara de su ser linfática respecto de lo humano y pletórica de cosas; da importancia a todas sólo como cosas y por esto las nivela, allanamiento que denuncia la ausencia de valores y la vacación de la reflexión crítica. La estupidez saquea el corazón y la mente de cuantos son «pobres siervos fanáticos de la vida, en que el espíritu no habla», como hace decir Pirandello a Crotone, el jefe de los «desgraciados» (scatognati).

Le afluyen arteria, astucia y habilidad, todo el arsenal de la malicia para la violencia y el fraude, sus armas de defensa y de ofensa potenciadas por la ausencia de la inteligencia; en efecto, trata de utilizarlo todo, incluso las ideas más profundas y los sentimientos más nobles sin comprenderlos y permaneciendo extraña a ellos, hipócrita, grosera, brutalmente; se pone todos los vestidos y se los quita cuando considera que es más útil ataviarse con otros, lo opuesto de la verdad, que, como advierte Musil, en todas las circunstancias tiene siempre sólo un modesto vestido y conoce un solo camino; y es ésta su irreparable desventaja «práctica». Aquellas armas no tienen nada que ver con la inteligencia que las repele, sino que son todas ellas acaparadas por la «razón» al nivel y al servicio de la estupidez, armería mortífera de quien, en la ausencia de la inteligencia, no dispone de otros armeros4. Con su uso sin prejuicios y moralístico a la vez, la estupidez obtiene el éxito y puede permitirse, paternalista y al mismo tiempo triunfalistamente, tachar de estúpido a quien piensa y obra según inteligencia, segura de que la «masa», que sólo ve las cosas «apetecibles» y frecuentemente le es impedido ejercitarse en otras vistas, se alinea de su parte; ella, artera, astuta, maniobrera y «lograda», es la inteligente. La inteligencia es humillada y aplastada por el clamor de su falta de éxito y por la prepotencia triunfante: el duelo entre el tribunal de Atenas y Sócrates, entre el sanedrín y Cristo, puede ser visto como duelo entre la estupidez y la inteligencia; y se repite cada día en cada hombre.

En cierto sentido, la estupidez es la caída del hombre a nivel pura y solamente animal-racional, y por esto es la forma más compleja y contradictoria de irracionalidad hasta el absurdo. El animal está privado de inteligencia, pero no de «cálculos exacto e infalible según el mecanicismo de sus instintos; como es sabido, frecuentemente bate al hombre en artería, astucia, capacidad maniobrera, etc.; pero, careciendo de pensamiento y de conciencia, sus cálculos no son racionales en sentido propio, aunque tienen la misma exactitud e incluso más que los que son productos de la razón. El hombre, cuyos instrumentos racionales son más desarrollados y complejos, incluso porque ha tenido que sobrevivir en lucha con la naturaleza, y además conscientes, cuando los instintos animales y humanos toman la delantera y lo manipulan hasta oscurecerle la inteligencia, pone la razón a su servicio y sumisión. En efecto, no ha perdido la razón, sino la «luz» de la razón, la inteligencia del ser; la razón está «a oscuras», pero el «instrumento» continúa funcionando, calculando, maniobrando para satisfacer los instintos: el «animal racional» es mitad «león» y mitad «zorro». Más elevado que los otros —«1 desapego es cualitativo—, cuando el hombre cae por debajo de sí mismo o pretende subir por encima, dos maneras de negar o de rechazar la medida del ser y con ella la inteligencia, es decir, cuando «sale fuera de sí», llega a ser el animal más peligroso y toca el fondo precisamente por el ejercicio de la razón: cuanto de más alto cae más se hunde, y se hunde en la lúcida «locura» del lúcido cálculo, del delirio racional, que puede asumir diversas formas, delirio de la sensualidad, del poder, del éxito, etc., es decir, de sus instintos, posibilidades y capacidades corrompidas y pervertidas. La estupidez entendida como carencia del limite que es el signo de la inteligencia, no es una enfermedad mental (no sería asunto de nuestra competencia), pero sí la más peligrosa «enfermedad» de la mente, de la voluntad y de los sentimientos. Por tanto, es verdad, como sigue observando Musil, que «allí» donde son de casa el juicio y la razón», hay incluso estupidez —no en el sentido de que la razón la engendre o, como afirma Musil mismo, sea su «hermana»—, pero no basta la sola razón; hay estupidez porque hay también inteligencia, sin la que faltarla el límite, el signo. Por esto, como hemos dicho, sólo el hombre es estúpido, porque sólo el hombre, inteligente, corre el riesgo del oscurecimiento de la inteligencia; y sólo el hombre es irrazonable, y lo es siempre que no es «sabio»; y la sabiduría no es sólo racional.
¿Pero por qué el hombre, cada uno de nosotros, al menos tres veces antes de que cante el gallo, se comporta y vive como estúpido, y hay «sistemas» o «concepciones» de la vida que se presentan como construcciones o teorizaciones de la estupidez? Responder de un modo exahustivo a esta pregunta es resolver el problema del mal, que es filosófico, pero cuya solución es teológica. Decir que hay estupidez por «defecto» del espíritu, de inteligencia, causado por inercia, por mala voluntad, etc., hasta por necesidad impuesta, es replantear el problema del mal, su presencia. Podemos decir que hay estupidez permanente cuando sentimientos, razón y voluntad no se han ejercitado o robustecido, o no han podido por la estupidez de los otros, según el principio de la dialéctica de los límites, guiar los instintos animales y humanos, impidiendo su corrupción, hasta que se eleven a su justo fin. La estupidez nace de la «debilidad» de los sentimientos o «imbecilidad sentimental»4; de la debilidad de la razón o «imbecilidad racional», de la voluntad o «imbecilidad volitiva»; débiles porque no están suficientemente empeñados en el ejercicio, se dejan trajinar, se someten y se corrompen también ellos. Por esto somos responsables, cualesquiera que sean los atenuantes, y por cierto en medida muy diversa, de ser «imbéciles» en uno de estos sectores o en todos, responsables de nuestra estupidez —precisamente porque todos somos ontológicamente «inteligentes»— y de sus consecuencias, a veces mortíferas y perturbadoras. En efecto, la estupidez, perdido el límite, es capaz de cualquier estupidez y nada la detiene; su prueba maestra la hace en la negación de Dios con el arma, típica del estúpido, de ridiculizarlo y de ridiculizar a quien en él cree: el Cristo ridiculizado es la obra maestra de la estupidez, y se repite, es contemporánea, en la conciencia y en la acción de cada hombre. No nacemos estúpidos —pero desde el nacimiento hasta la muerte la estupidez está al acecho en cada uno de nosotros, es nuestra permanente tentación—; ni llegamos a serlo por casualidad o solamente por circunstancias desafortunadas; estúpidos, más allá de la necesidad que a veces puede constreñirnos, queremos serlo y lo somos todas las veces que sobrepasamos el límite, rechazamos el límite para ser sólo maliciosos con la convicción de que, dejando a un lado los límites, comenzamos a dar prueba de inteligencia.
La estupidez se puede vencer, y muchas veces la vencemos, haciéndonos presentes a nosotros mismos, a nuestra condición humana, a nuestro ser, que es por y con sus lími tes; no vencerla, con varios grados, sigue siendo nuestra responsabilidad, la de no tomar a nosotros mismos, la de no tener el valor y la fuerza de cambiar el falso e ilusorio conocimiento de nosotros por el verdadero, porque nos da •vergüenza» volver atrás, como si declarásemos nuestro fracaso; y, en cambio, venciéndola, volvemos a entrar en la justa administración de nuestras capacidades y energías, en la «economía» o en la "ley de la casa», nuestro ser según el orden del ser, el mismo de la inteligencia. Pero no es fácil, cuando por tanto tiempo hemos sido estúpidos pretenciosos, pareciendo inteligentísimos, volver a ser modestamente inteligentes y no estúpidos a los ojos de la comitiva que, vituperando, se aleja en busca de un nuevo espectáculo que aplaudir. La metanoia, sin embargo, puede venir en cualquier momento y no depende de ser más o menos inteligentes en el sentido corriente del término, y menos aún de estar adoctrinados; depende de dejar de hacer el artero y el astuto, el pretencioso, y de volverse a proponer un uso más razonable e inteligente de la razón y de todos los otros poderes. Tan pronto como un estúpido admite su estupidez, se rinde a la luz de la inteligencia, se ha reconquistado a sí mismo como hombre, todas sus dimensiones humanas: el ser lo ilumina y calienta, lo carga de todas las responsabilidades; la inteligencia no le permite ser superficial y enfático, precisamente porque está curado de la anemia de los sentimientos y de la voluntad. El estúpido convertido a la inteligencia es como si renaciera, como si se conociera a sí mismo y «viera» a los otros y a cada cosa por vez primera; en efecto, ve con ojos nuevos y no niega lo que no ve ni comprende. Podrá decir: «qué estúpido era cuando era muñeco»: su nariz no se alarga más a cada mentira con serio peligro de los otros y de sí mismo.

3. El metodo de la «Reducción A» y la «Egoidad por odio». «Piedad» B Impiedad

La estupidez carece de principios; sólo tiene un método, el método de la reducción a, que niega el principio dialéctico o del «ser en relación a» y con él la dialéctica de los límites. Su método reductive, es inexorable e «implo»: «reduce a» lo que ve y comprende todo lo que no ve ni comprende, reducción que tiene varias formas o grados, siendo uno la coherencia del otro: de la asimilación de lo no visto y no comprendido a lo visto y comprendido, del empobrecimiento, de la desnaturalización hasta su negación, a la «reducción-a-nada» (rúente) que anula incluso lo visto y lo comprendido. Por esto la estupidez, enemiga declarada de la dialéctica, es ¡dialéctica: toda alteridad, toda «oposición» —y pensar es oponer y poner en relación a otro— deben cesar hasta la nivelación perfecta como exige la negación del límite y, con el límite, del ser de todo ente: oscurecimiento de lo creado, la oscuridad por pérdida del ser, el nihilismo. El método de la «reducción a» se configura también como método de la sustitución: del método mismo al principio, de las técnicas al método, del hacer al ser, de lo facticio al hecho; de una virtud a otra —al amor de Dios el amor al mundo, al amor del mundo el apego a las cosas, etc. La sustitución procede por negaciones sucesivas del ser de lo que se sustituye hasta precisamente llegar al nihilismo y a la adialecticidad, muerte de todo discurso en cuanto tal con el fin, precisamente de la malicia cegada, de eliminar el principio dialéctico y toda posibilidad de dialéctica: adormecido el pensamiento, no pueden explotar —ilusión— las contradicciones internas al «sistema» de la estupidez, que puede pacifista y humanitariamente expansionarse y dominar.

El método de la reducción-sustitución procede por nivelación-fagocitosis: reducción del individuo singular a las otras entidades reducidas a lo «colectivos reducido a su vez al individuo singular-parte de ello inseparable y, por esto, no ya «yo», ni lo colectivo lo «otro», sino «cosa»; reducción del hombre a la naturaleza y de ésta al hombre: fin último del hombre es la naturaleza y, por esto, negación del hombre mismo como lo otro de la naturaleza, la cual, por ello mismo, es el dominio por manumitir para el fin del animal-racional, y, por consiguiente, negación de la naturaleza como lo otro del hombre; reducción de Dios al hombre-naturaleza y de éste a Dios naturalizado y, por esto, negación del hombre como lo otro de Dios y de Dios como lo otro del hombre y de la naturaleza: negación de cualquier alteridad, reducción de todo sustituyendo y anulando, como sucede también a Hegel, filósofo del Absoluto, al que, sin embargo, lo pierde en el camino de la prevaricación del método reductivo respecto del principio dialéctico. Este método, en el rechazo de todo principio, es la tentación que acompaña al hombre, la que le hace negar o rechazar el «existir de confín» que no soporta, de donde su naufragio en el mundo —en la naturaleza, en la historia, en la sociedad, etc.—, su «reducción a lo finito» sensible-racional por identificación inmediata con las cosas o por ensimismamiento según el cálculo, dos modos de no sobrepasar el plano de lo empírico (lo empírico inmediato y «bebido» y lo empírico calculado para disfrute material-racional); o en Dios, que es naufragio de Dios mismo en el mundo. Y estamos en la nivelación perseguida por la estupidez. En el momento que nivela, ella absolutiza: perdida la inteligencia del ser y con ella el límite, puede absolutizarlo todo, aun la cosa más fútil sin darle valor por esto; es más, la envilece como envilece el todo que a ella reduce y niega.




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