sábado, 1 de enero de 2011

¿Áyax?

..bello, bellísimo, sublime..

8- La estética más importante de la Antigüedad, la de Aristóteles, daba por sentado que el arte ejercía una función beneficiosa en el ámbito de la sociedad. Pero en época romana un autor anónimo, aunque sin duda a contracorriente, sostuvo que la grandeza de un poeta no residía en ponerse al servicio de la sociedad, sino en la grandiosidad de su concepción y en la fuerza del pathos. Y dio a esta cualidad el nombre de «sublime», destinado a una extraordinaria fortuna a partir del siglo XVIII.

Cuando un libro o un espectáculo nos entusiasman, calificarlos de «bellos» nos parece demasiado poco y recurrimos a palabras como «excepcional» o «extraordinario». Y si una persona nos fascina, usamos el superlativo: es bellísima, es maravillosa. Parece que en estos casos el adjetivo «bello» sea insuficiente. ¿Existe un término apropiado? En el siglo XVIII Kant lo encontró en «sublime» y lo opuso a «bello».
Para Kant la mujer es bella, pero el hombre es sublime. Obviamente, el juicio es de un soltero impenitente que no se pirraba por el sexo débil. De la misma manera, el día es bello y la noche sublime. ¿Por qué? Un hombre que camina de noche experimenta una mezcla de temor y placer (a menos que tenga un mal tropiezo): temor por la grandiosidad de la naturaleza que se manifiesta en la inquietante oscuridad; placer si, no obstante, se siente intrépido para afrontarla.

Por estas razones Kant considera lo sublime una verdadera categoría estética, junto a la tradicional de lo bello. Pero ya muchos siglos antes, con el anónimo de Sobre lo sublime, era una categoría estilística que alimentaba una retórica de lo heroico y del pathos. El anónimo no tiene ningún problema en extraer ejemplos de la literatura clásica.
¿Cuál era el héroe griego que conseguía sobrecoger? ¿Aquiles? Si y no. Tuvo el mérito de llevar a los griegos a la victoria, pero su figura no era el máximo de la virilidad. ¡En cambio Áyax! Aquél sí que era una fiera humana. Los trágicos habían intuido la diferencia entre los dos personajes y se habían guardado muy bien de dedicar una tragedia a Aquiles. Pero la tragedia sobre Áyax fué incluso la primera que Sófocles quiso escribir. Come héroe impávido, Áyax prefiere mirar de frente al adversario, aun a riesgo de perder la vida:



¡Padre Zeus, libera, pese a todo,
de la bruma a los hijos 
de los aqueos y haz sereno el cielo, 
y concédenos ver con nuestros ojos, 
y en la luz llega incluso a destruirnos...!
(Ilíada, XVII, 645-647).

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Si se hubiese limitado a decir «dame la victoria», habría demostrado ser un «héroe bello», pero al gritar «llega incluso a destruirnos», se convierte en sublime. Lo sublime puede surgir también del silencio. EI héroe sublime no se rebaja a hablar con el enemigo. Cuando baja los infiernos, Odiseo querría dirigirle la palabra a Ayax, pero este ni siquiera se digna mirarlo, recordando que le sustrajo con engaño las armas de Aquiles conquistadas con valentía.

Ocurre a veces que también sin palabras el desnudo pensamíenlo en si mismo suscite admiración por su natural grandeza, por ejemplo, el silencio de Ayax en los infiernos es grandioso y mas sublime que cualquier discurso (Sobre lo sublime).

Siglos después el conde Ugolino dantesco, trente a la imagen de los hijos condenados a morir de hambre, guardará un silencio igualmente grandioso: «Yo no lloraba, cual la piedra fría» [Divina Comedia, «Infierno» XXXIII,49).

Sobre lo sublime del silencio Aristóteles probablemente habría estado de acuerdo. Pero cuando lo sublime es arrastrado por un pathos irrefrenable, entonces viola el principio fundamental que basa el arte en la armonía. Precisamente para evitar el desentreno de la pasión, Horacio había recomendado al poeta contener las pasiones durante nueve años ¡ni mas ni menos!- para que no resultasen desmedidas. Quién no lo crea puede ir a comprobarlo: «nonum prematur in annum» (Arte poética, 388).
Pero la poetisa Sato no debió de esperar ni siquiera nueve días antes de desahogarse en la oda a su amada, que para el anónimo, y no solo para el, es una página de una belleza tan extraordinaria que alcanza lo sublime. Cuando ve a la jóven amada sonreír al hombre que la corteja, todavía no estalla la tormenta de la pasión, aunque ya se presagia:

Me parece que es igual a los dioses,
el hombre aquel que tiente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes.


Y ahí está la tempestad: pocas veces en la historia de la poesía un autor ha logrado describir simultáneamente la turbación psíquica y la agitación física como en estos versos:

Lo que a mí
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte.


Para el anónimo, éste es un excepcional ejemplo de sublime precisamente porque es lo contrario de aquella plácida conmoción que exigía la estética de Aristóteles. No por casualidad Aristóteles definía este efecto «catarsis», que en griego significaba «liberación», «purificación de cualquier aflicción psíquica». Safo hace lo contrario: en lugar de aliviar las pasiones, hace poner la piel de gallina. Como observa el anónimo:
¿No te admira cómo recorre al mismo tiempo el alma, el cuerpo, las orejas, la lengua, los ojos, la piel, como si fuesen cosas extrañas para ella, y dispersas: y al pasar de un extremo al otro hiela, quema, está fuera de sí, razona, está angustiada por el miedo y a punto de morir, tanto que parece experimentar no
una sola, sino una maraña de pasiones?
Todas estas cosas suceden a quién ama, pero su enlace ha producido la obra maestra.
(Sobre lo sublime).

Para el lector, ciertamente, no es un goce tranquilo. Pero la estética de lo sublime no está basada en el placer, sino mas bien en el sufrimiento. Empezando por el sufrimiento del que escribe. Safo no canta sus amores corres pondidos, sino justamente el amor que le hate sufrir. Este sufrimiento no surge en el clima libre del colegio femenino, el llamado tiaso, sino de un caso de violentos celos.
No se puede degustar el arte de lo sublime ni exponiéndolo en una conferencia ni escuchándolo en una sala de conciertos. E1 anónimo no anuncia ciertamente la sonrisa de un Ariosto, sino mas bien la desesperación de un Baudelaire. Y, aunque sigue sin tener nombre, despuntando en medio de la plácida armonía de la clasicidad como una «flor del mal», se ha asegurado la fama.

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