jueves, 21 de octubre de 2010

Del caos al cerebro (Final)

`Conclusión´


¿No se situará el punto de inflexión en otro lugar, allí donde el cerebro es «sujeto», se vuelve sujeto? El cerebro es el que piensa y no el hombre, siendo el hombre únicamente una cristalización cerebral. Se hablará del cerebro como Cézanne del paisaje: el hombre ausente, pero todo él dentro del cerebro... La filosofía, el arte, la ciencia no son los objetos mentales de un cerebro objetivado, sino los tres aspectos bajo los cuales el cerebro se vuelve sujeto, Pensamiento-cerebro, los tres planos, las balsas con las que se sumerge en el caos y se enfrenta a él. ¿Cuáles son los caracteres de este cerebro que ya no se define por unas conexiones y unas integraciones secundarias? No es un cerebro detrás del cerebro, sino primero un estado de sobrevuelo sin distancia, a ras de suelo, autosobrevuelo al que ninguna sima, ningún pliegue ni hiato se le escapa. Es una «forma verdadera», primaria, como la definía Ruyer: no una Gestalt ni una forma percibida, sino una forma en sí que no remite a ningún punto de vista exterior, como tampoco la retina o el área estriada del córtex remite a otra, una forma consistente absoluta que se sobrevuela independientemente de cualquier dimensión suplementaria, que por lo tanto no exige ninguna trascendencia, que sólo tiene un lado independientemente del número de sus dimensiones, que permanece copresente a todas sus determinaciones sin proximidad ni alejamiento, que las recorre a velocidad infinita, sin velocidad límite, y que hace de ellas otras tantas variaciones inseparables a las que confiere una equipotencialidad sin confusión. Hemos visto que ése era el estatuto del concepto como mero acontecimiento o realidad de lo virtual. Y sin duda los conceptos no se reducen a un único y mismo cerebro, puesto que cada uno de ellos constituye un «dominio de sobrevuelo», y los pasos de un concepto a otro permanecen irreductibles mientras que un nuevo concepto no vuelva necesaria a su vez la copresencia o la equipotencialidad de las determinaciones. Tampoco se puede decir que todo concepto es un cerebro. Pero el cerebro, bajo este primer aspecto de forma absoluta, se presenta en efecto como la facultad de los conceptos, es decir como la facultad de su creación, al mismo tiempo que establece el plano de inmanencia en el que los conceptos se sitúan, se desplazan, cambian de orden y de relaciones, se renuevan y se crean sin cesar. El cerebro es el espíritu mismo. Al mismo tiempo que el cerebro se vuelve sujeto, o mejor dicho «superjeto» de acuerdo con el término de Whitehead, el concepto se vuelve el objeto en tanto que creado, el acontecimiento o la propia creación, y la filosofía, el plano de inmanencia que sustenta los conceptos y que el cerebro traza. Así pues, los movimientos cerebrales engendran personajes conceptuales.
 
Es el cerebro quien dice Yo, pero Yo es otro. No es el mismo cerebro que el de las conexiones e integraciones segundas, aun cuando no haya trascendencia. Y este Yo no sólo es el «yo concibo» del cerebro como filosofía, también es el «yo siento» del cerebro como arte. La sensación no es menos cerebro' que el concepto. Si se consideran las conexiones nerviosas excitación-reacción y las integraciones cerebrales percepción-acción, no nos preguntaremos en qué momento del camino ni en qué nivel aparece la sensación, pues ésta está supuesta y se mantiene alejada. El alejamiento no es lo contrario del sobrevuelo, sino un correlato. La sensación es la propia excitación, no en tanto que ésta se prolonga progresivamente y pasa a la reacción, sino en tanto que se conserva a sí misma o conserva sus vibraciones. La sensación contrae las vibraciones de lo excitante en una superficie nerviosa o en un volumen cerebral: la anterior no ha desaparecido aún cuando aparece la siguiente. Es su forma de responder al caos. La propia sensación vibra porque contrae vibraciones. Se conserva a sí misma porque conserva unas vibraciones: es Monumento. Resuena porque hace resonar sus armónicos. La sensación es la vibración contraída, que se ha vuelto calidad, variedad. Por este motivo se llama en este caso al cerebro-sujeto alma o fuerza, puesto que únicamente el alma conserva contrayendo lo que la materia disipa, o irradia, hace avanzar, refleja, refracta o convierte. Así pues, buscaremos en vano la sensación mientras nos limitemos a unas reacciones y a las excitaciones que éstas prolongan, a unas acciones y a las percepciones que éstas reflejan: y es que el alma (o mejor dicho la fuerza), como decía Leibniz, no hace nada o no actúa, sino que únicamente está presente, conserva; la contracción no es una acción, sino una pasión pura, una contemplación que conserva lo que precede en lo que sigue.' Por lo tanto la sensación se sitúa en otro plano que los mecanismos, los dinamismos y las finalidades: es un plano de composición, en el que la sensación se forma contrayendo lo que la compone, y componiéndose con otras sensaciones que contrae a su vez. La sensación es contemplación pura, pues es por contemplación como uno contrae, en la contemplación de uno mismo a medida que se contemplan los elementos de los que se procede. — Contemplar es crear, misterio de la creación pasiva, sensación. La sensación llena el plano de composición, y se llena de sí misma llenándose de lo que contempla: es «enjoyment», y «self-enjoyment». Es un sujeto, o más bien un injeto. Plotino podía definir todas las cosas como contemplaciones, no sólo los hombres y los animales, sino las plantas, la tierra y las rocas. No son Ideas lo que contemplamos por concepto, sino elementos de la materia, por sensación. La planta contempla contrayendo los elementos de los que procede, la luz, el carbono y las sales, y se llena ella misma de colores y de olores que califican cada vez su variedad, su composición: es sensación en sí. Como si las flores se sintieran a sí mismas sintiendo lo que las compone, intentos de visión o de olfato primeros, antes de ser percibidos o incluso sentidos por un agente nervioso y cerebrado.
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Las rocas y las plantas carecen por supuesto de sistema nervioso. Pero si las conexiones nerviosas y las integraciones cerebrales suponen una fuerza-cerebro como facultad de sentir co-existente a los tejidos, resulta verosímil suponer también una facultad de sentir que coexiste con los tejidos embrionarios, y que se presenta en la Especie como cerebro colectivo; o con los tejidos vegetales en las «especies menores». Y las propias afinidades químicas y causalidades físicas remiten a unas fuerzas primarias capaces de conservar sus largas cadenas contrayendo sus elementos y haciéndolos resonar: la más mínima causalidad permanece ininteligible sin esta instancia subjetiva. Todo organismo no es cerebrado, y toda vida no es orgánica, pero hay en todo unas fuerzas que constituyen unos microcerebros, o una vida inorgánica de las cosas. Si la espléndida hipótesis de un sistema nervioso de la Tierra no resulta imprescindible, como para Fechner o Conan Doyle, es porque la fuerza de contraer o de conservar, es decir de sentir, sólo se presenta como un cerebro global en relación con unos elementos directamente contraídos y con un modo de contracción determinados que difieren según los ámbitos y constituyen precisamente unas variedades irreductibles. Pero, a fin de cuentas, son los mismos elementos últimos y la misma fuerza algo alejada los que constituyen un único plano de composición que sustenta todas las variedades del Universo. El vitalismo siempre ha tenido dos interpretaciones posibles: la de una Idea que actúa, pero que no es, que por lo tanto sólo actúa

Estos dos primeros aspectos o estratos del cerebro-sujeto, tanto la sensación como el concepto, son muy frágiles. No sólo desconexiones y desintegraciones objetivas, sino una fatiga inmensa hacen que las sensaciones, una vez se han vuelto pastosas, dejen escapar los elementos y las vibraciones que cada vez les cuesta más y más contraer. La vejez es esta fatiga misma: entonces, o bien es una caída en el caos mental, fuera del plano de composición, o bien es un repliegue sobre opiniones establecidas, tópicos que ponen de manifiesto que un artista ya no tiene nada más que decir, puesto que ya no es capaz de crear sensaciones nuevas, que ya no sabe cómo conservar, contemplar, contraer. El caso de la filosofía es ligeramente diferente, a pesar de que dependa de una fatiga similar; en este caso, incapaz de mantenerse en el plano de inmanencia, el pensamiento fatigado ya no puede soportar las velocidades infinitas del tercer género que miden, como lo haría un torbellino, la copresencia del concepto en todos sus componentes intensivos a la vez (consistencia); el pensamiento es remitido a las velocidades relativas que sólo se refieren a la sucesión del movimiento de un punto a otro, de un componente extensivo a otro, de una idea a otra, y que miden meras asociaciones sin poder reconstituir el concepto. Y sin duda puede suceder que estas velocidades relativas sean muy grandes, hasta el punto de que simulan lo absoluto; sólo son sin embargo velocidades variables de opinión, de discusión o de «réplicas ocurrentes», como suele suceder entre los jóvenes infatigables cuya rapidez de espíritu se alaba, pero también entre los ancianos cansados que prosiguen opiniones desaceleradas y mantienen discusiones que no llevan a ninguna parte hablando a solas, en el interior de sus cabezas vaciadas, como un remoto recuerdo de sus antiguos conceptos a los que todavía se agarran para no volver a sumergirse totalmente en el caos. desde el punto de vista de un conocimiento cerebral exterior (de Kant a Claude Bernard); o la de una fuerza que es pero que no actúa, que por lo tanto es un mero Sentir interno (de Leibniz a Ruyer). Si nos parece que la segunda interpretación es la que se impone, es porque la contracción que conserva siempre está descolgada con respecto a la acción o incluso al movimiento, y se presenta como una mera contemplación sin conocimiento, lo cual resulta manifiesto hasta en el campo cerebral por excelencia, el del aprendizaje o de la formación de las costumbres: a pesar de que todo parece que ocurre en conexiones de integraciones progresivamente activas, de una prueba a la siguiente, es necesario, como demostraba Hume, que las pruebas o los casos, las ocurrencias, se contraigan en una «imaginación» contemplante, mientras permanecen diferenciados tanto con respecto a las acciones como con respecto al conocimiento; e incluso cuando se es una rata, es por contemplación como se «contrae» una costumbre. Todavía queda por descubrir, por debajo del ruido de las acciones, esas sensaciones creadoras interiores o esas contemplaciones silenciosas que abogan por un cerebro.


Sin duda las causalidades, las asociaciones, las integraciones nos inspiran opiniones y creencias, como dice Hume, que son formas de esperar y de reconocer algo («objetos mentales» incluidos): va a llover, el agua va a hervir, es el camino más corto, es la misma figura bajo otro aspecto... Pero, pese a que semejantes opiniones se cuelen a veces entre las proposiciones científicas, no forman parte de ellas, y la ciencia somete estos procesos a operaciones de otra naturaleza que constituyen una actividad de conocer, y remiten a una facultad de conocimiento como tercer estrato de un cerebro-sujeto, no menos creador que los otros dos. El conocimiento no es una forma, ni una fuerza, sino una Junción; «yo funciono». El sujeto se presenta ahora como un «ejeto», porque extrae unos elementos cuya característica principal es la distinción, el discernimiento: límites, constantes, variables, funciones, todos estos functores o prospectos que forman los términos de la proposición científica. Las proyecciones geométricas, las sustituciones y transformaciones algebraicas no consisten en reconocer algo a través de las variaciones, sino en distinguir unas variables y unas constantes, o en discernir progresivamente los términos que tienden hacia unos límites sucesivos. Del mismo modo, cuando se asigna una constante en una operación científica, no se trata de contraer unos casos o unos momentos en una misma contemplación, sino de establecer una relación necesaria entre factores que permanecen independientes. En este sentido, los actos fundamentales de la facultad científica de conocer nos han parecido que son los siguientes: establecer unos límites que marquen una renuncia a las velocidades infinitas, y que tracen un plano de referencia; asignar unas variables que se organicen en series que tiendan hacia esos límites; coordinar las variables independientes de forma que establezcan entre ellas o sus límites unas relaciones necesarias de las que dependen unas funciones distintas, siendo el plano de referencia una coordinación en acto; determinar las mezclas o estados de cosas que se refieren a las coordenadas, y a los que las funciones se refieren. No basta con decir que estas operaciones del conocimiento científico son funciones del cerebro; las propias funciones son los pliegues de un cerebro que traza las coordenadas variables de un plano de conocimiento (referencia) y que envía a todas partes a observadores parciales.

Hay todavía otra operación que pone de manifiesto precisamente la persistencia del caos, no sólo alrededor del plano de referencia o de coordinación, sino en los rodeos de su superficie variable que siempre se vuelve a poner en juego. Se trata de las operaciones de bifurcación y de individuación: si los estados de cosas están sometidos a ellas es porque son inseparables de potenciales que toman del propio caos, y a los que no actualizan sin correr el riesgo de resultar dislocados o sumergidos. Corresponde por lo tanto a la ciencia poner de manifiesto el caos en el que el propio cerebro se sumerge como sujeto de conocimiento. El cerebro constituye sin cesar límites que determinan funciones de variables en unas áreas particularmente extensas; las relaciones entre estas variables (conexiones) presentan un carácter aún más incierto y aventurado, no sólo en las sinapsis eléctricas que evidencian un caos estadístico, sino en las sinapsis químicas que remiten a un caos determinista. Hay menos centros cerebrales que puntos, concentrados en un área, diseminados en otra; y «osciladores», moléculas oscilantes que pasan de un punto a otro. Hasta en un modelo lineal como el de los reflejos condicionados, Erwin Strauss mostraba que lo esencial era comprender los intermediarios, los hiatos y los vacíos. Los paradigmas arborificados del cerebro dejan paso a figuras rizomáticas, sistemas acentrados, redes de autómatas finitos, estados caoideos. Este caos queda sin duda oculto por el reforzamiento de los flujos generadores de opinión, bajo la acción de las costumbres o de los modelos de recognición; pero se volverá aún más sensible si se toman en consideración por el contrario procesos creadores y las bifurcaciones que éstos implican. Y la individuación, en el estado de cosas cerebral, es tanto más funcional cuanto que sus variables no son sus propias células, ya que éstas mueren incesantemente sin renovarse, convirtiendo el cerebro en un conjunto de pequeños muertos que introducen en nosotros la muerte incesante. Remite a un potencial que se actualiza sin duda en las vinculaciones determinables que resultan de las percepciones, pero más aún en el efecto libre que varía según la creación de los conceptos, de las sensaciones o de las propias funciones.

Los tres planos son irreductibles con sus elementos: plano de inmanencia de la filosofía, plano de composición del arte, plano de referencia o de coordinación de la ciencia; forma del concepto, fuerza de la sensación, función del conocimiento; conceptos y personajes conceptuales, sensaciones y figuras estéticas, funciones y observadores parciales. Para cada plano se plantean problemas análogos: ¿en qué sentido y cómo el plano, en cada caso, es uno o múltiple, qué unidad, qué multiplicidad? Pero todavía más importantes nos parecen ahora los problemas de interferencia entre planos que se juntan en el cerebro. Un primer tipo de interferencia surge cuando un filósofo trata de crear el concepto de una sensación, o de una función (por ejemplo un concepto propio del espacio riemanniano, o un número irracional...); o bien un científico, unas funciones de sensaciones, como Fechner o en las teorías del color o del sonido, e incluso unas funciones de conceptos, como muestra Lautman para las matemáticas en tanto que éstas actualizarían unos conceptos virtuales; o bien cuando un artista crea meras sensaciones de conceptos, o de funciones, como se ve en las variedades de arte abstracto o en Klee. La regla en todos estos casos es que la disciplina que interfiere debe proceder con sus propios medios. Por ejemplo, cuando se habla de la belleza intrínseca de una figura geométrica, de una operación o de una demostración, pero esta belleza carece de todo elemento es tético mientras se la defina con criterios tomados de la ciencia, tales como proporción, simetría, disimetría, proyección, transformación: eso es lo que demostró Kant con tanta fuerza.1 Es necesario que la función sea aprehendida en una sensación que le confiera unos perceptos y unos afectos compuestos exclusivamente por el arte, en un plano de creación específica que la sustraiga a toda referencia (el cruce de las líneas negras o las capas de color en los ángulos rectos de Mondrian; o bien la aproximación al caos por sensación de atractores extraños de Noland o de Shirley Jaffe).

Son por lo tanto interferencias extrínsecas, porque cada disciplina se mantiene en su propio plano y emplea sus elementos propios. Pero un segundo tipo de interferencia es intrínseco cuando unos conceptos y unos personajes conceptuales parecen salir de un plano de inmanencia que les correspondería, para meterse en otro plano entre las funciones y los observadores parciales, o entre las sensaciones y las figuras estéticas; y de igual modo en los demás casos. Estos deslizamientos son tan sutiles como el de Zaratustra en la filosofía de Nietszche o el de Igitur en la poesía de Mallarmé, que nos encontramos en unos planos complejos difíciles de calificar. A su vez los observadores parciales introducen en la ciencia unos sensibilia que están a veces muy cerca de las figuras estéticas en un plano mixto.

También hay, por último, interferencias ilocalizables. Y es que cada disciplina distinta está a su manera relacionada con un negativo: hasta la ciencia está relacionada con una no ciencia que le devuelve sus efectos. No sólo se trata de decir que el arte debe formarnos, despertarnos, enseñarnos a sentir, a nosotros que no somos artistas, y la filosofía enseñarnos a concebir, y la ciencia a conocer. Semejantes pedagogías sólo son posibles si cada una de las disciplinas por su cuenta está en una relación esencial con el No que la concierne. El plano de la filosofía es prefilosófico mientras se lo considere en sí mismo, independientemente de los conceptos que acabarán ocupándolo, pero la no filosofía se encuentra allí donde el plano afronta el caos. La filosofía necesita una no filosofía que la comprenda, necesita una comprensión no filosófica, como el arte necesita un no arte, y la ciencia una no ciencia.' No lo necesitan como principio, ni como fin en el que estarían destinados a desaparecer al realizarse, sino a cada instante de su devenir y de su desarrollo. Ahora bien, si los tres No se distinguen todavía respecto a un plano cerebral, ya no se distinguen respecto al caos en el que el cerebro se sumerge. En esta inmersión, diríase que emerge del caos la sombra del «pueblo venidero», tal y como el arte lo reivindica, pero también la filosofía y la ciencia: pueblo-masa, pueblo-mundo, pueblo-cerebro, pueblo-caos. Pensamiento no pensante que yace en los tres, como el concepto no conceptual de Klee o el silencio interior de Kandinsky. Ahí es donde los conceptos, las sensaciones, las funciones se vuelven indecidibles, al mismo tiempo que la filosofía, el arte y la ciencia indiscernibles, como si compartieran la misma sombra, que se extiende a través de su naturaleza diferente y les acompaña siempre.


Ver capitulos anteriores

- Functores y conceptos
- Prospectos y conceptos 1 - Prospectos y conceptos 2
- Precepto, afecto y concepto 1  - Precepto, afecto y concepto 2 - Precepto, afecto y concepto 3
- Del Caos al cerebro 1
Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

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