lunes, 9 de agosto de 2010

Prospectos y conceptos 1

`Filosofía, ciencia, lógica & arte´

La lógica es reduccionista, y no por accidente sino por esencia y necesariamente: pretende convertir el concepto en una función de acuerdo con la senda que trazaron Frege y Russell. Pero, para ello, es preciso primero que la función no se defina sólo en una proposición matemática o científica, sino que caracterice un orden de proposición más general como lo expresado por las frases de una lengua natural. Por lo tanto hay que inventar un tipo nuevo de función, propiamente lógica. La función proposicional «x es humano» señala perfectamente la posición de una variable independiente que no pertenece a la función como tal, pero sin la cual la función queda incompleta. La función completa se compone de una o varias «parejas de ordenadas». Lo que define la función es una relación de dependencia o de correspondencia (razón necesaria), de modo que «ser humano» ni siquiera es la función, sino el valor de f(a) para una variable x. Que la mayoría de proposiciones tengan varias variables independientes carece de importancia; y también incluso que la noción de variable, en tanto que vinculada a un número indeterminado, sea sustituida por la de argumento, que implica una asunción disyuntiva dentro de unos límites o de un intervalo. La relación con la variable o con el argumento independiente de la función proposicional define la referencia de la proposición, o el valor-de-verdad («verdadero» o «falso») de la función para el argumento: Juan es un hombre, pero Bill es un gato... El conjunto de valores de verdad de una función que determinan unas proposiciones afirmativas verdaderas constituye la extensión de un concepto: los objetos del concepto ocupan el lugar de las variables o de los argumentos de la función proposicional para los que la proposición resulta verdadera, o su referencia cumplida. De este modo el propio concepto es función para el conjunto de objetos que constituyen su extensión. Todo concepto completo es un conjunto en este sentido, y posee un número determinado; los objetos del concepto son los elementos del conjunto.

Todavía quedan por fijar las condiciones de la referencia que marcan los límites o intervalos en el interior de los cuales una variable entra en una proposición verdadera: X es un hombre, Juan es un hombre, porque ha hecho esto, porque se presenta de este modo... Unas condiciones de referencia de esta índole constituyen no la comprensión, sino la intensión del concepto. Se trata de presentaciones o de descripciones lógicas, de intervalos, de potenciales o de «mundos posibles», como dicen los lógicos, de ejes de coordenadas, de estados de cosas o de situaciones, de subconjuntos del concepto: la estrella de la noche y la estrella del alba. Por ejemplo, un concepto de un único elemento, el concepto de Napoleón I, posee como intensión «el vencedor de Jena», «el vencido de Waterloo»... Queda perfectamente claro que no hay en este caso ninguna diferencia de naturaleza que separe la intensión y la extensión, puesto que ambas tienen que ver con la referencia, siendo la intensión únicamente condición de referencia y constituyendo una endorreferencia de la proposición, constituyendo la extensión su exorreferencia. No se desborda de la referencia elevándola hasta su condición; se permanece dentro de la extensionalidad. El problema consiste más bien en saber cómo se llega, a través de estas presentaciones intencionales, a una determinación unívoca de los objetos o elementos del concepto, de las variables preposicionales, de los argumentos de la función desde el punto de vista de
la exorreferencia (o de la representación): es el problema del nombre propio, y la cuestión de una identificación o individuación lógica que nos haga pasar de los estados de cosas a la cosa o al cuerpo (objeto), mediante operaciones de cuantificación que tanto permiten asignar los predicados esenciales de la cosa como lo que constituye por fin la comprensión del concepto. Venus (la estrella de la noche y la estrella del alba) es un planeta cuyo tiempo de rotación es inferior al de la Tierra... «Vencedor de Jena» es una descripción o una presentación, mientras que «general» es un predicado de Bonaparte, «emperador» un predicado de Napoleón, aunque ser nombrado general o ser investido emperador sean descripciones. Así pues, el «concepto proposicional» evoluciona en su totalidad en el círculo de la referencia, en tanto que procede a una logicización de los functores que se convierten de este modo en los prospectos de una proposición (paso de la proposición científica a la proposición lógica).

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Las frases carecen de autorreferencia, como lo demuestra la paradoja del «yo miento». Ni los performativos son autorreferenciales, sino que implican una exorreferencia de la proposición (la acción que le está vinculada por convención, y que se efectúa enunciando la proposición) y una endorreferencia (el título o el estado de cosas bajo los cuales se está habilitado para formular el enunciado: por ejemplo, la intensión del concepto en el enunciado «lo juro» es un testigo ante un tribunal, un niño al que se le está reprochando algo, un enamorado que se declara, etc.). Por el contrario, cuando se otorga a la frase una autoconsistencia, ésta sólo puede estribar en la no contradicción formal de la proposición o de las proposiciones entre sí. Pero eso equivale a decir que las proposiciones no gozan materialmente de endoconsistencia ni exoconsistencia de ningún tipo. En la medida en que un número cardinal pertenece al concepto proposicional, la lógica de las proposiciones exige una demostración científica de la consistencia de la aritmética de los números enteros a partir de axiomas; ahora bien, de acuerdo con los dos aspectos del teorema de Gódel, la

demostración de consistencia de la aritmética no puede representarse dentro del sistema (no hay endoconsistencia), y el sistema tropieza necesariamente con enunciados verdaderos que sin embargo no son demostrables, que permanecen indecidibles (no hay exoconsistencia, o el sistema consistente no puede estar completo). Resumiendo, haciéndose proporcional, el concepto pierde todos los caracteres que poseía como concepto filosófico, su autorreferencia, su endoconsistencia y su exoconsistencia. Resulta que un régimen de independencia ha sustituido al de la inseparabilidad (independencia de las variables, de los axiomas y de las proposiciones indecidibles). Incluso los mundos posibles como condiciones de referencia están separados del concepto de Otro que les otorgaría consistencia (de tal modo que la lógica se encuentra insólitamente desarmada ante el solipsismo). El concepto en general deja de poseer una cifra, para poseer sólo un número aritmético; lo indecidible ya no señala la inseparabilidad de los componentes intencionales (zona de indiscernibilidad) sino por el contrario la necesidad de distinguirlos en función de la exigencia de la referencia que hace que toda consistencia (la autoconsistencia) se vuelva «insegura». El propio número señala un principio general de separación: «el concepto letra de la palabra Zahl separa la Z de la a, la a de la h, etc.». Las funciones extraen toda su potencia de la referencia bien quitándosela a unos estados de cosas, bien a unas cosas, bien a otras proposiciones: resulta fatal que la reducción del concepto a la función lo prive de todos sus caracteres propios que remitían a otra dimensión.


Los actos de referencia son movimientos finitos del pensamiento mediante los cuales la ciencia constituye o modifica estados de cosas o cuerpos. También cabe decir que el hombre histórico lleva a cabo modificaciones de este tipo, pero en unas condiciones que son las de la vivencia en las que los functores se sustituyen por percepciones, afecciones y acciones. No ocurre lo mismo con la lógica: como ésta considera la referencia vacía en sí misma en tanto que mero valor de verdad, sólo puede aplicarla a estados de cosas o cuerpos ya constituidos, bien a proposiciones establecidas de la ciencias, bien a proposiciones de hecho (Napoleón es el vencido de Waterloo), bien a meras opiniones («X cree que...»). Todos estos tipos de proposiciones son prospectos de va lor de información. La lógica tiene por lo tanto un paradigma, es incluso el tercer caso de paradigma, que ya no es el de la religión ni el de la ciencia, y que es como la recognición de lo verdadero en los prospectos o en las proposiciones informativas. La expresión docta «metamatemática» pone perfectamente de manifiesto el paso del enunciado científico a la proposición lógica bajo una forma de recognición. La proyección de este paradigma es lo que hace que a su vez los conceptos lógicos sólo se vuelvan figuras, y que la lógica sea una ideografía. La lógica de las proposiciones necesita un método de proyección, y el propio teorema de Gódel inventa un modelo proyectivo. Es como una deformación regulada, oblicua, de la referencia respecto a su estatuto científico. Parece como si la lógica anduviera siempre debatiéndose con el problema complejo de su diferencia con la psicología; sin embargo, se admite generalmente sin dificultad que erige como modelo una imagen legítima del pensamiento que nada tiene que ver con la psicología (sin ser normativa por ello). El problema estriba más bien en el valor de esta imagen, y en lo que pretende enseñarnos sobre los mecanismos de un pensamiento puro.
De todos los movimientos incluso finitos del pensamiento, la forma de la recognición es sin duda la que llega menos lejos, la más pobre y la más pueril. Desde siempre, la filosofía ha corrido el peligro de medir el pensamiento en función de ocurrencias de tan escaso interés como decir «Buenos días, Teodoro», cuando quien en realidad pasa es Teeteto; la imagen clásica del pensamiento no estaba a salvo de este tipo de aventuras que persiguen la recognición de lo verdadero. Cuesta creer que los problemas del pensamiento, tanto en la ciencia como en la filosofía, puedan ser tributarios de casos semejantes: un problema en tanto que creación de pensamiento nada tiene que ver con una interrogación, que no es más que una proposición suspendida, la copia exsangüe de una proposición afirmativa que supuestamente debería servirle de respuesta («¿Quién es el autor de Waverley?», «¿Es acaso Scott el autor de Waverley?»). La lógica siempre resulta vencida por sí misma, es decir por la insignificancia de los casos con los que se alimenta. En su deseo de suplantar a la filosofía, la lógica desvincula la proposición de todas sus dimensiones psicológicas, pero por ello mismo conserva más aún el conjunto de los postulados que limitaba y sometía el pensamiento a las servidumbres de una recognición de lo verdadero en la proposición. Y cuando la lógica se aventura en un cálculo de los problemas, lo hace calcándolo del cálculo de las proposiciones, isomórficamente con él. Más parecido a un concurso televisivo que a un juego de ajedrez o de lenguaje. Pero los problemas nunca son proposicionales.
Más que a una concatenación de proposiciones, sería mejor dedicarse a extraer el flujo del monólogo interior, o las insólitas bifurcaciones de la conversación más corriente, separándolos a ellos también de sus adherencias psicológicas y sociológicas, para poder mostrar cómo el pensamiento como tal produce algo digno de interés cuando alcanza el movimiento infinito que lo libera tanto de lo verdadero como del paradigma supuesto y reconquista una potencia inmanente de creación. Aunque para ello haría falta que el pensamiento retrocediera al interior de los estados de cosas o de cuerpos científicos en vías de constitución, con el fin de penetrar en la consistencia, es decir en la esfera de lo virtual que no hace más que actualizarse en ellos. Habría que deshacer el camino que la ciencia recorre, en cuyo extremo final la lógica aposenta sus reales. (Lo mismo sucede con la Historia, donde habría que llegar a la nebulosa no histórica que se sale de los factores actuales en beneficio de una creación de novedad.) Pero esta esfera de lo virtual, este Pensamiento-Naturaleza, es lo que la lógica sólo es capaz de mostrar, según una famosa frase, sin poderlo nunca aprehender en proposiciones, ni referirlo a una referencia. Entonces la lógica se calla, y sólo es interesante cuando se calla. Puestos a hacer paradigmas, alcanza una especie de budismo zen.


Confundiendo los conceptos con funciones, la lógica hace como si la ciencia se ocupara ya de conceptos, o formara conceptos de primera zona. Pero ella misma tiene que sumar a las funciones científicas funciones lógicas, que supuestamente han de formar una nueva clase de conceptos meramente lógicos, o de segunda zona. En ju rivalidad o en su voluntad de suplantar a la filosofía, lo que mueve a la ciencia es un auténtico odio. Mata al concepto dos veces. Sin embargo el concepto renace, porque no es una función científica, y porque no es una proposición lógica: no pertenece a ningún sistema discursivo, carece de referencia, El_cpncepto se muestra, y no hace más que mostrarse. Los conceptos son en efecto monstruos que renacen de sus ruinas.
La propia lógica permite a veces que los conceptos filosóficos renazcan, ¿pero bajo qué forma y en qué estado? Como los conceptos en general han hallado un estatuto seudocientífico en las funciones científicas y lógicas, la filosofía recibe como legado conceptos de tercera zona, que no son tributarios del número y que ya no constituyen conjuntos bien definidos, bien circunscritos, relacionables con unas mezclas asignables como estados de cosas fisicomatemáticos. Se trata más bien de conjuntos imprecisos o vagos, meros agregados de percepciones y de afecciones, que se forman en la vivencia en tanto que inmanente a un sujeto, a una conciencia. Se trata de multiplicidades cualitativas o intensivas, como lo «rojo», lo «calvo», en las que no se puede decidir si determinados elementos pertenecen al conjunto o no. Estos conjuntos vivenciales se expresan en una tercera especie de prospectos, ya no enunciados científicos o proposiciones lógicas, sino puras y meras opiniones del sujeto, evaluaciones subjetivas o preferencias de gustos: eso ya es rojo, está casi calvo... Sin embargo, ni siquiera para un enemigo de la filosofía, no es en estos juicios empíricos donde puede encontrarse inmediatamente el amparo de los conceptos filosóficos. Hay que extraer unas funciones de las que estos conjuntos imprecisos, estos contenidos vivenciales, son únicamente las variables. Y, en este punto, nos encontramos ante una alternativa: o bien, por un lado, se conseguirá reconstituir para estas variables unas funciones científicas o lógicas que harán definitivamente inútil recurrir a conceptos filosóficos;1 o bien, por el otro, habrá que inventar un nuevo tipo de función propiamente filosófica, tercera zona en la que curiosamente todo parece invertirse, puesto que tendrá que encargarse de sostener a las otras dos.


Si el mundo de la vivencia es como la tierra que debe fundar o sostener la ciencia y la lógica de los estados de cosas, resulta claro que hacen falta unos conceptos aparentemente filosóficos para llevar a cabo esta primera fundación. El concepto filosófico requiere entonces una «pertenencia» a un sujeto, y ya no una pertenencia a un conjunto. No porque el concepto filosófico se confunda con la mera vivencia, incluso definido como una multiplicidad de fusión, o como inmanencia de un flujo al sujeto; la vivencia sólo proporciona variables, mientras que los conceptos tienen todavía que definir auténticas funciones. Estas funciones sólo tendrán referencia con la. vivencia, como las funciones científicas con los estados de cosas. Los conceptos filosóficos serán funciones de la vivencia, como los conceptos científicos son funciones de estados de cosas; pero ahora el orden o la derivación cambian de sentido puesto que estas funciones de la vivencia se convierten en primeras. Se trata de una lógica trascendental (también puede llamársela dialéctica), que asume la tierra y todo lo que ésta comporta, y que sirve de suelo primordial para la lógica formal y las ciencias regionales derivadas. Será por lo tanto necesario que en el propio seno de la inmanencia de la vivencia a un sujeto se descubran actos de trascendencia de este sujeto capaces de constituir las nuevas funciones de variables o las referencias conceptuales: el sujeto, en este sentido, ya no es solipsista y empírico, sino trascendental. Ya hemos visto que Kant había empezado a realizar esta tarea, mostrando cómo los conceptos filosóficos se referían necesariamente a la experiencia vivida a través de proposiciones o juicio a priori como funciones de un todo de la experiencia posible. Pero quien llega hasta el final es Husserl, descubriendo, en las multiplicidades no numéricas o en los conjuntos fusiónales inmanentes perceptivo-afecti-vos, la triple raíz de los actos de trascendencia (pensamiento) a través de los cuales el sujeto constituye primero un mundo sensible poblado de objetos, después un mundo intersubjetivo poblado por otros seres, y por último un mundo ideal común que poblarán las formaciones científicas, matemáticas y lógica. Los numerosos conceptos fenomenológicos o filosóficos (tales como «el ser en el mundo», «la carne», «la idealidad», etc.) serán la expresión de estos actos. No se trata únicamente de vivencias inmanentes al sujeto solipsista, sino de las referencias del sujeto trascendental a la vivencia; no se trata de variables perceptivo-afectivas, sino de las grandes funciones que encuentran en estas variables su recorrido respectivo de verdad. No se trata de conjuntos imprecisos o vagos, de subconjuntos, sino de totalizaciones que exceden cualquier potencia de los conjuntos. No son sólo juicios u opiniones empíricas, sino protocreencias, Urdoxa, opiniones originarias como proposiciones. No son los contenidos sucesivos del flujo de inmanencia, sino los actos de trascendencia que lo atraviesan y lo arrastran determinando las «significaciones» de la totalidad potencial de la vivencia. El concepto como significación es todo esto a la vez, inmanencia de la vivencia del sujeto, acto de trascendencia del sujeto respecto a las variaciones de la vivencia, totalización de la vivencia o función de estos actos. Diríase que los conceptos filosóficos sólo se salvan aceptando convertirse en funciones especiales, y desnaturalizando la inmanencia que todavía necesitan: como la inmanencia ya no es más que la de la vivencia, ésta es forzosamente inmanencia a un sujeto, cuyos actos (funciones) serán los conceptos relativos a esta vivencia —como ya hemos visto siguiendo la prolongada desnaturalización del plano de inmanencia.

Por muy peligroso que resulte para la filosofía depender de la generosidad de los lógicos, o de sus arrepentimientos, cabe preguntarse si no se puede encontrar un equilibrio precario entre los conceptos científico-lógicos y los conceptos fenomenológicos-filosóficos. Gilles-Gaston Granger pudo proponer de este modo una división en la que el concepto, como estaba determinado primero como función científica y lógica, deja sin embargo un lugar de tercera zona, aunque autónomo, a unas funciones filosóficas, funciones o significaciones de la vivencia como totalidad virtual (los conjuntos imprecisos parecen asumir un papel de bisagra entre ambas formas de conceptos). Así pues, la ciencia se ha arrogado el concepto, pero hay de todos modos conceptos no científicos, soportables a dosis homeopáticas, es decir fenómenológicas, de donde proceden los más asombrosos híbridos, que vemos surgir en la actualidad, de frego-husserlianismo o incluso de wittgensteino-heideggerianismo. ¿No se trataba acaso de la misma situación de la filosofía que ya se venía prolongando desde hacía mucho en Estados Unidos, con un enorme departamento de lógica y uno diminuto de fenomenología, aunque ambos bandos anduvieran las más de las veces a la greña? Es como el paté de alondra, pero la parte de la alondra fenomenológica ni siquiera es la más exquisita, es la que el caballo lógico concede a veces a la filosofía. Es más bien como el rinoceronte y el pájaro que vive de sus parásitos.
Se trata de una inacabable retahila de malentendidos sobre el concepto. Bien es verdad que el concepto es impreciso, vago, pero no porque carezca de contornos: es porque es errabundo, no discursivo, en movimiento sobre un plano de inmanencia. Es intencional o modular no porque tenga unas condiciones de referencia, sino porque se compone de variaciones inseparables que pasan por zonas de indiscernibilidad y cambian su contorno. No hay referencia en absoluto, ni a la vivencia ni a los estados de cosas, sino una consistencia definida por sus componentes internos: el concepto, ni denotación de estado de cosas ni significación de la vivencia, es el acontecimiento como mero sentido que recorre inmediatamente los componentes. No hay número, ni entero ni fraccionario, para contar las cosas que presentan sus propiedades, sino una cifra que condensa, acumula sus componentes recorridos y sobrevolados. El concepto es una forma o una fuerza, pero jamás una función en ningún sentido posible. Resumiendo, el único concepto es filosófico en el plano de inmanencia, y las funciones científicas o las proposiciones lógicas no son conceptos.


Los prospectos designan en primer lugar los elementos de la proposición (función proposicional, variables, valor de verdad...), pero también los tipos diversos de proposiciones o modalidades del juicio. Si se confunde el concepto filosófico con una función o una proposición, no será bajo una especie científica o incluso lógica, sino por analogía, como una función de la vivencia o una proposición de opinión (tercer tipo). Entonces hay que producir un concepto que dé cuenta de esta situación: lo que la opinión propone es una relación determinada entre una percepción exterior como estado de un sujeto y una afección interior como paso de un estado a otro (exo y endorreferencia). Tomamos una cualidad supuestamente común a varios objetos que percibimos, y una afección supuestamente común a varios sujetos que la experimentan y que aprehenden con nosotros esta cualidad. La opinión es la regla de correspondencia de una a otra, es una función o una proposición cuyos argumentos son percepciones y afecciones, en este sentido función de la vivencia. Por ejemplo, aprehendemos una cualidad perceptiva común a los gatos, o a los perros, y un sentimiento determinado que nos hace amar, u odiar, a unos o a otros: para un grupo de objetos, pueden tomarse muchas cualidades diversas, y formar muchos grupos de sujetos muy diferentes, atractivos o repulsivos («sociedad» de quienes aman a los gatos, o de quienes los odian...), de tal modo que las opiniones son esencialmente el objeto de una lucha o de un intercambio. Es la concepción popular y democrática occidental de la filosofía, en la que ésta se propone proporcionar temas de conversación agrádables o agresivos para las cenas en casa del señor Rorthy.* Las opiniones rivalizan durante el banquete, ¿no es acaso la eterna Atenas, nuestra manera de seguir siendo griegos? Los tres caracteres que remitían la filosofía a la ciudad griega eran precisamente la sociedad de los amigos, la mesa de inmanencia y las opiniones que se enfrentan. Cabe objetar que los filósofos griegos jamás dejaron de poner en tela de juicio la doxa, y de oponerle una episteme como único saber adecuado para la filosofía. Pero se trata de un asunto harto embrollado, y como los filósofos sólo son amigos y no sabios, mucho les cuesta abandonar la doxa.
La doxa es un tipo de proposición que se presenta de la manera siguiente: dada un situación vivida perceptivo-afectiva (por ejemplo, se sirve queso en la mesa del banquete), alguien extrae una cualidad pura (por ejemplo, el olor apestoso); pero al mismo tiempo que abstrae esta cualidad, él mismo se identifica con un sujeto genérico que experimenta una afección común (la sociedad de quienes odian el queso, que rivaliza en este sentido con aquellos a quienes les gusta, las más de las veces en función de otra cualidad). Así pues, la «discusión» trata de la elección de la cualidad perceptiva abstracta, y de la potencia del sujeto genérico afectado. Por ejemplo, odiar el queso ¿significa privarse de ser un sibarita? Pero «sibarita» ¿es acaso una afección genéricamente envidiable? ¿No habría que decir acaso que aquellos a quienes les gusta el queso, y todos los sibaritas, apestan ellos mismos? A menos que sean los enemigos del queso quienes apesten. Ocurre como con el chiste que contaba Hegel, de la tendera a la que le dicen: «Sus huevos están podridos, vieja», y que responde: «Podrido estará usted, y su madre, y su abuela»: la opinión es un pensamiento abstracto, y el insulto desempeña un papel eficaz en esta abstracción, porque la opinión expresa las funciones generales de unos estados particulares. Extrae de la percepción una cualidad abstracta y de la afección una potencia general: toda opinión ya es política en este sentido. Por este motivo tantas discusiones pueden enunciarse del modo siguiente: «Yo, como hombre, estimo que todas las mujeres son infieles», «Yo, como mujer, pienso que los hombres son unos mentirosos».


La opinión es un pensamiento que se ciñe estrechamente a la forma de la recognición: recognición de una cualidad en la percepción (contemplación), recognición de un grupo en la afección (reflexión), recognición de un rival en la posibilidad de otros grupos y de otras cualidades (comunicación). Otorga a la recognición de lo verdadero una extensión y unos criterios que por naturaleza son los de una «ortodoxia»: será verdad una opinión que coincida con la del grupo al que se pertenece cuando se la dice, cosa que queda manifiesta en determinados concursos: tiene usted que decir su opinión, pero usted «gana» (dice la verdad) siempre y cuando haya dicho lo mismo que la mayoría de los que participan en el concurso. La opinión en su esencia es voluntad de mayoría, y habla ya en nombre de una mayoría. Incluso el hombre de la «paradoja» sólo se expresa con tantos guiños, y con tanta estúpida seguridad en sí mismo, porque pretende expresar la opinión secreta de todo el mundo, y ser el portavoz de lo que los demás no se atreven a decir. Y eso que tan sólo se trata del primer paso del reino de la opinión: ésta triunfa cuando la cualidad escogida deja de ser la condición de constitución de un grupo, y no es más que la imagen o la «marca» de un grupo constituido que determina él mismo el modelo perceptivo y afectivo, la cualidad y la afección que cada cual tiene que adquirir. Entonces el marketing se presenta como el concepto mismo: «nosotros, los conceptuadores...». Estamos en la era de la comunicación, pero toda alma bien nacida huye y se escabulle cada vez que le proponen una discusioncilla, un coloquio, o una mera conversación. En cualquier conversación, siempre está presente en el debate el destino de la filosofía, y muchas discusiones filosóficas como tales no superan la del queso, insultos incluidos y enfrentamiento de concepciones del mundo. La filosofía de la comunicación se agota en la búsqueda de una opinión universal liberal como consenso, bajo el que nos topamos de nuevo con las percepciones y afecciones cínicas del capitalista en persona.



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Libro: Guilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

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