viernes, 30 de julio de 2010

Functores y conceptos

`Filosofía, ciencia, lógica & arte´


El objeto de la ciencia no son conceptos, sino funciones que se presentan como proposiciones dentro de unos sistemas discursivos. Los elementos de estas proposiciones se llaman functores. Una noción científica no se determina por conceptos, sino por funciones o proposiciones. Se trata de una idea muy variada, muy compleja, como ya se desprende del empleo respectivo que de ella hacen las matemáticas y la biología; sin embargo esta idea de función es lo que permite que las ciencias puedan reflexionar y comunicar. La ciencia no necesita para nada a la filosofía para llevar a cabo estas tareas. Por el contrario, cuando un objeto está científicamente construido por funciones, un espacio geométrico por ejemplo, todavía hay que encontrar su concepto filosófico que en modo alguno viene implícito en su función. Más aún, un concepto puede tomar como componentes los functores de cualquier función posible sin adquirir por ello el menor valor científico, y con el fin de señalar las diferencias de naturaleza entre conceptos y funciones.
En estas condiciones, la primera diferencia estriba en la actitud respectiva de la ciencia y de la filosofía con respecto al caos. El caos se define menos por su desorden que por la velocidad infinita a la que se esfuma cualquier forma que se esboce en su interior. Es un vacío que no es una nada, sino un virtual, que contiene todas las partículas posibles y que extrae todas las formas posibles que surgen para desvanecerse en el acto, sin consistencia ni referencia, sin consecuencia. Es una velocidad infinita de nacimiento y de desvanecimiento. Ahora bien, la filosofía plantea cómo conservar las velocidades infinitas sin dejar de ir adquiriendo mayor consistencia, otorgando una consistencia propia a lo virtual. El cedazo filosófico, en tanto que plano de inmanencia que solapa el caos, selecciona movimientos infinitos del pensamiento, y se surte de conceptos formados así como de partícular las consistentes que van tan deprisa como el pensamiento. La ciencia aborda el caos de un modo totalmente distinto, casi inverso: renuncia a lo infinito, a la velocidad infinita, para adquirir una referencia capaz de actualizar lo virtual. Conservando lo infinito, la filosofía confiere una consistencia a lo virtual por conceptos; renunciando a lo infinito, la ciencia confiere a lo virtual una referencia que lo actualiza por funciones. La filosofía procede con un plano de inmanencia o de consistencia; la ciencia con un plano de referencia. En el caso de la ciencia, es como una detención de la imagen. Se trata de una desaceleración fantástica, y la materia se actualiza por desaceleración, pero también el pensamiento científico capaz de penetrarla mediante proposiciones. Una función es una Desaceleración. Por supuesto, la ciencia incesantemente promueve aceleraciones, no sólo en las catálisis, sino en los aceleradores de partículas, en las expansiones que alejan las galaxias. Estos fenómenos sin embargo no hallan en la desaceleración primordial un momento cero con el que rompen, sino más bien una condición coextensiva a la totalidad de su desarrollo. Reducir la velocidad es poner un límite en el caos por debajo del cual pasan todas las velocidades, de tal modo que forman una variable determinada en tanto que abscisa, al mismo tiempo que el límite forma una constante universal que no se puede superar (por ejemplo una contracción máxima). Los primeros functores constituyen por lo tanto el límite y la variable, y la referencia representa una relación entre valores de la variable, o con mayor profundidad la relación de la variable en tanto que abscisa de las velocidades con el límite.

Puede ocurrir que la constante-límite aparezca en sí misma como una relación en el conjunto del universo al que todas las partes están sometidas bajo una condición finita (cantidad de movimiento, de fuerza, de energía...). Aunque es necesario que existan unos sistemas de coordenadas, a los que remitan los términos de la relación: así pues, se trata de un segundo sentido del límite, de un encuadre externo o de una exorreferencia, ya que los protolímites, fuera de las coordenadas, engendran primero abscisas de velocidades sobre las que se erigirán los ejes coordinables. Una partícula tendrá una posición, una energía, una masa, un valor de spin, pero siempre y cuando reciba una existencia o una realidad física, o «aterrice» en unas trayectorias que unos sistemas de coordenadas puedan recoger. Estos límites primeros constituyen la desaceleración dentro del caos o el umbral de suspensión de lo infinito, que sirven de endorreferencia y que efectúan un recuento: no son relaciones, sino números, y toda la teoría de las funciones depende de los números. Así por ejemplo la velocidad de la luz, el cero absoluto, el cuanto de acción, el Big Bang: el cero absoluto de las temperaturas es de -273,15 grados; la velocidad de la luz de 299 796 km/s, allí donde las longitudes se contraen hasta el cero y donde los relojes se detienen. Unos límites de este tipo no valen por el valor empírico que adquieren únicamente dentro de unos sistemas de coordenadas, actúan en primer lugar como condición de desaceleración primordial que se extiende en relación con lo infinito por toda la escala de las velocidades correspondientes, por sus aceleraciones o desaceleraciones condicionadas. Y lo que permite dudar de la vocación unitaria de la ciencia no es únicamente la diversidad de estos límites; resulta en efecto que engendra por su cuenta sistemas de coordenadas heterogéneos irreductibles, e impone umbrales de discontinuidad, en función de la proximidad o de la lejanía de la variable (por ejemplo el alejamiento de las galaxias). La ciencia no está obsesionada por su propia unidad, sino por el plano de referencia constituido por todos los límites o linderos bajo los cuales se enfrenta al caos. Estos linderos son lo que confieren al plano sus referendas; en cuanto a los sistemas de coordenada tiene el propio plano de referencia.
Cuando el límite engendra por desaceleración una abscisa de las velocidades, las formas virtuales del caos tienden a actualizarse según una ordenada. Y evidentemente el plano de referencia efectúa ya una preselección que empareja las formas con los límites o incluso con las regiones de abscisas consideradas. Pero no por ello las formas dejan de constituir variables independientes de las que se desplazan en abscisa. Cosa que es completamente diferente del concepto filosófico: las ordenadas intensivas ya no designan componentes inseparables aglomerados dentro del concepto en tanto que sobrevuelo absoluto (variaciones), sino determinaciones distintas que tienen que emparejarse dentro de una formación discursiva con otras determinaciones tomadas en extensión (variables). Las ordenadas intensivas de formas tienen que coordenarse con las abscisas extensivas de velocidad de tal modo que las velocidades de desarrollo y la actualización de las formas estén relacionadas entre sí como determinaciones distintas, extrínsecas. Bajo este segundo aspecto el límite está ahora en el origen de un sistema de coordenadas compuesto por dos variables independientes por lo menos; pero éstas entran en una relación de la que depende una tercera variable, en calidad de estado de las cosas o de materia formada en el sistema (estados de cosas de este tipo pueden ser matemáticos, físicos, biológicos...). Se trata efectivamente del nuevo sentido de la referencia como forma de la proposición, de la relación de un estado de cosas con el sistema. El estado de cosas es una función: se trata de una variable compleja que depende de una relación entre dos variables independientes por lo menos.
Seguir leyendo...
La independencia respectiva de las variables se presenta en las matemáticas cuando una es una potencia más elevada que la primera. Por este motivo Hegel demuestra que la variabilidad en la función no se limita a unos valores que se pueden cambiar (2/4 dos sobre cuatro y 4/6 cuatro sobre seis) que se dejan indeterminados (a = 2b), sino que exige que una de las variables esté en una potencia superior, pues entonces una relación puede ser directamente determinada como relación diferencial (valores que no me permite agregar blogger), bajo la cual el valor dx de las variables no tiene más determinación que la de desvanecerse o nacer, aunque se la desgaje de las velocidades infinitas. De una relación de este tipo depende un estado de cosas o una función «derivada»: se ha efectuado una operación de despotencialización que permite comparar potencias distintas, a partir de las cuales podrán incluso desarrollarse una cosa o un cuerpo (integración). Por regla general, un estado de cosas no actualiza un virtual caótico sin tomar de él un potencial que se distribuye en el sistema de coordenadas. Extrae de lo virtual que actualiza un potencial del que se apropia. El sistema más cerrado también tiene un hilo que asciende hacia lo virtual, y por el cual desciende la araña. Pero la cuestión de saber si el potencial puede ser recreado en lo actual, si puede ser renovado y ampliado, permite distinguir con mayor exactitud los estados de cosas, las cosas y los cuerpos. Cuando pasamos del estado de cosas a la cosa en sí, vemos que una cosa se relaciona siempre a la vez con varios ejes siguiendo unas variables que son funciones unas de otras, aun cuando la unidad interna permanece indeterminada. Pero cuando la propia cosa pasa por cambios de coordenadas, se vuelve un cuerpo propiamente dicho, y la función ya no toma como referencia el límite y la variable, sino más bien un invariante y un grupo de transformaciones (el cuerpo euclidiano de la geometría, por ejemplo, estará constituido por invariantes en relación con el grupo de los movimientos). El «cuerpo», en efecto, no representa aquí una especialidad biológica, y halla una determinación matemática a partir de un mínimo absoluto representado por los números racionales, efectuando extensiones independientes de este cuerpo de base que limitan cada vez más las sustituciones posibles hasta llegar a una individuación perfecta. La diferencia entre el cuerpo y el estado de cosas (o de la cosa) estriba en la individuación del cuerpo, que procede mediante actualizaciones en cascada. Con los cuerpos, la relación entre variables independientes completa suficientemente su razón, aun a costa de tenerse que proveer de un potencial o de una potencia que renueva su individuación. Especialmente cuando el cuerpo es un ser vivo, que procede por diferenciación y ya no por extensión o por adjunción, una vez más surge un tipo nuevo de variables, unas variables internas que determinan unas funciones propiamente biológicas en relación con unos medios interiores (endorreferencia), pero que también entran en unas funciones probabilitarias con las variables externas del medio exterior (exorreferencia).Así pues, nos encontramos ante una nueva sucesión de functores, sistemas de coordenadas, potenciales, estados de cosas, cosas, cuerpos. Los estados de cosas son mezclas ordenadas, de tipos muy variados, que pueden incluso tan sólo concernir a trayectorias. Pero las cosas son interacciones, y los cuerpos, comunicaciones. Los estados de cosas remiten a las coordenadas geométricas de sistemas supuestamente cerrados, las cosas, a las coordenadas energéticas de sistemas acoplados, los cuerpos, a coordenadas informáticas de sistemas separados, no entrelazados. La historia de las ciencias es inseparable de la construcción de ejes, de.su naturaleza, de sus dimensiones, de su proliferación. La ciencia no efectúa unificación alguna del Referente, sino todo tipo de bifurcaciones en un plano de referencia que no es preexistente a sus rodeos o a su trazado. Ocurre como si la bifurcación tratara de encontrar en el infinito caos de lo virtual nuevas formas de actualizar, efectuando una especie de potencialización de la materia: el carbono introduce en la tabla de Mendeleiev una bifurcación que k convierte, por sus propiedades plásticas, en el estado de una materia orgánica. No hay que plantear por lo tanto el problema de una unidad o multiplicidad de la ciencia en función de un sistema de coordenadas eventualmente único en un momento dado; igual que sucede con el plano de inmanencia en la filosofía, hay que plantear el estatuto que adquieren el antes y el después, simultáneamente, en un plano de referencia de dimensión y evolución temporales. ¿Hay varios planos de referencia o bien uno único? La respuesta no será la misma que en el caso del plano de inmanencia filosófico, de sus capas o estratos superpuestos. Resulta que la referencia, puesto que implica una renuncia a lo infinito, sólo puede proceder de las cadenas de functores que necesariamente se rompen en algún momento. Las bifurcaciones, las desaceleraciones y aceleraciones producen unos agujeros, unos cortes y rupturas que remiten a otras variables, a otras relaciones y a otras referencias. Siguiendo ejemplos sumarios, se dice que el número fraccionario rompe con el número entero, el número irracional con los racionales, la geometría rie-maññíana con la euclidiana. Pero en el otro sentido simultáneo, del después al antes, el número entero se presenta como un caso particular de número fraccionario, o el racional, como un caso particular de «corte» en un conjunto lineal de puntos. Bien es verdad que este proceso unificador que opera en el sentido retroactivo provoca que intervengan necesariamente otras referencias, cuyas variables no sólo están sometidas a unas condiciones de restricción para producir el caso particular, sino que en sí mismas están sometidas a nuevas rupturas y bifurcaciones que cambiarán sus propias referencias. Es lo que ocurre cuando se deriva a Newton de Einstein, o bien los números reales del corte, o la geometría euclidiana de una geometría métrica abstracta, cosa que equivale a decir, con Kuhn, que la ciencia es paradigmática, mientras que la filosofía era sintagmática. Como a la filosofía, a la ciencia tampoco le basta con una sucesión temporal lineal. Pero, en vez de un tiempo estratigráfico que expresa el antes y el después en un orden de las superposiciones, la ciencia desarrolla un tiempo propiamente serial, ramificado, en el que el antes (lo que precede) designa siempre bifurcaciones y rupturas futuras, y el después, reencadenamientos retroactivos, lo que le confiere al progreso científico un aspecto completamente distinto. Y los nombres propios de los sabios se inscriben en este tiempo otro, en este elemento otro, señalando los puntos de ruptura y los puntos de reencadenamiento. Por supuesto, siempre se puede, y a veces resulta fructífero, interpretar la historia de la filosofía de acuerdo con este ritmo científico. Pero decir que Kant rompe con Descartes, y que el cogito cartesiano se convierte en un caso particular del cogito kantiano no resulta plenamente satisfactorio, puesto que precisamente significa hacer de la filosofía una ciencia. (Inversamente, tampoco resultaría más satisfactorio establecer entre Newton y Einstein un orden de superposición.) Lejos de hacernos pasar de nuevo por los mismos componentes, la función del nombre propio del sabio estriba en evitárnoslo, y en persuadirnos de que no hay razón para volver a medir el trayecto que ha sido recorrido: no se pasa por una ecuación nominada, se la utiliza. Lejos de distribuir unos puntos cardinales que organizan los sintagmas sobre un plano de inmanencia, el nombre propio del sabio erige unos paradigmas que se proyectan en los sistemas de referencias necesariamente orientados. Por último, lo que plantea un problema es menos la relación de la ciencia con la filosofía que el vínculo mucho más pasional de la ciencia con la religión, como se manifiesta en todos los intentos de uniformización y de universalización científicos que tratan de encontrar una ley única, una fuerza única, una interacción única. Lo que hace que la ciencia y la religión se aproximen es que los functores no son conceptos, sino figuras, que se definen mucho más por una tensión espiritual que por una intuición espacial. Los functorcs poseen en sí algo figural que forma una ideografía propia de la ciencia, y que hace que ya la visión se convierta en una lectura. Pero lo que incesantemente reafirma la oposición de la ciencia a toda religión, y al mismo tiempo hace felizmente imposible la unificación de la ciencia, es la sustitución de la referencia a cualquier trascendencia, es la correspondencia funcional del paradigma con un sistema de referencia que imposibilita cualquier utilización infinita religiosa de la figura determinando un modo exclusivamente científico según el cual ésta debe ser construida, vista y leída por functores.


La primera diferencia entre la filosofía y la ciencia reside en el presupuesto respectivo del concepto y la función: un plano de inmanencia o de consistencia en el primer caso, un plano de referencia en el segundo. El plano de referencia es uno y múltiple a la vez, pero de otro modo que el plano de inmanencia. La segunda diferencia atañe más directamente al concepto y a la función: la inseparabilidad de las variaciones es lo propio del concepto incondicionado, mientras que la independencia de las variables, en unas relaciones condicionables, pertenece a la función. En un caso, tenemos un conjunto de variaciones inseparables bajo «una razón contingente» que constituye el concepto de las variaciones; en el otro caso, un conjunto de variables independientes bajo «una razón necesaria» que constituye la función de las variables. Por este motivo, desde esta última perspectiva, la teoría de las funciones presenta dos polos, según que, teniendo n variables, una pueda ser considerada como función de las n - 1 variables independientes, con n - 1 derivadas parciales y una diferencial total de la función; o bien, según que n - 1 magnitudes sean por el contrario funciones de una misma variable independiente, sin diferencial total de la función compuesta. Del mismo modo, el problema de las tangentes (diferenciación) requiere tantas variables como curvas hay cuya derivada para cada una de ellas es cualquier tangente en un punto cualquiera; pero el problema inverso de las tangentes (integración) sólo considera una variable única, que es la curva en sí misma tangente a todas las curvas de mismo orden, bajo condición de un cambio de coordenadas. Una dualidad análoga atañe a la descripción dinámica de un sistema de n partículas independientes: el estado instantáneo puede ser representado por n puntos y n vectores de velocidad en un espacio de tres dimensiones, pero también por un punto único en un espacio de fases.


Diríase que la ciencia y la filosofía siguen dos sendas opuestas, porque los conceptos filosóficos tienen como consistencia acontecimientos, mientras que las funciones científicas tienen como referencia unos estados de cosas o mezclas: la filosofía, mediante conceptos, no cesa de extraer del estado de cosas un acontecimiento consistente, una sonrisa sin gato en cierto modo, mientras que la ciencia no cesa mediante funciones, de actualizar el acontecimiento en un estado de cosas, una cosa o un cuerpo referibles. Desde esta perspectiva, los presocráticos poseían ya lo esencial de una determinación de la ciencia, válida hasta nuestros días, cuando de la física hacían una teoría de las mezclas y de sus diferentes tipos. Y los estoicos llevarán a su desarrollo culminante la distinción fundamental entre los estados de cosas o mezclas de cuerpos en los que se actualiza el acontecimiento, y los acontecimientos incorpóreos, que se elevan como una humareda de los propios estados de cosas. Así pues, el concepto filosófico y la función científica se distinguen de acuerdo con dos caracteres vinculados: variaciones inseparables, variables independientes; acontecimientos en un plano de inmanencia, estados de cosas en un sistema de referencia (de lo que se desprende el estatuto de las ordenadas intensivas diferente en ambos casos, puesto que constituyen los componentes interiores del concepto, pero son sólo coordenadas a las abscisas extensivas en las funciones, cuando la variación no es más que un estado de variable). Así pues,,, los conceptos y las funciones se presentan como dos tipos de multiplicidades o variedades que difieren por su naturaleza. Y, a pesar de que los tipos de multiplicidades científicas poseen por sí mismos una gran diversidad, dejan fuera de sí las multiplicidades propiamente filosóficas, para las que Bergson reclamaba un estatuto particular definido por la duración, «multiplicidad de fusión» que expresaba la inseparabilidad de las variaciones, por oposición a las multiplicidades de espacio, número y tiempo, que ordenaban mezclas y remitían a la variable o a las variables independientes. Bien es verdad que esta misma oposición entre las multiplicidades científicas y filosóficas, discursivas e intuitivas, extensionales e intensivas, también es apta para enjuiciar la correspondencia entre la ciencia y la filosofía, su colaboración eventual, su inspiración mutua.


Hay por último una tercera gran diferencia, que ya no atañe al presupuesto respectivo ni al elemento como concepto o función, sino al modo de enunciación. No cabe duda de que hay tanta experimentación como experiencia de pensamiento en la filosofía como en la ciencia, y en ambos casos la experiencia puede ser perturbadora, ya que está muy cerca del caos. Pero también hay tanta creación en la ciencia como en la filosofía o como en las artes. Ninguna creación existe sin experiencia. Sean cuales sean las diferencias entre el lenguaje científico, el lenguaje filosófico y sus relaciones con las lenguas llamadas naturales, los functores (ejes de coordenadas incluidos) no preexisten hechos y acabados, como tampoco los conceptos; Granger ha podido demostrar la existencia de «estilos» que remiten a nombres propios en los sistemas científicos, no como determinación extrínseca, sino por lo menos como dimensión de su creación e incluso en contacto con una experiencia o una vivencia. Las coordenadas, las funciones y ecuaciones, las leyes, los fenómenos o efectos permanecen vinculados a unos nombres propios, de igual modo que una enfermedad queda designada por el nombre del médico que supo aislar, reunir o reagrupar sus síntomas variables. Ver, ver lo que sucede, siempre ha tenido una importancia esencial, mayor que las demostraciones, incluso en las matemáticas puras, que cabe llamar visuales, figúrales, independientemente de sus aplicaciones: hay muchos matemáticos hoy en día que piensan que un ordenador es mucho más valioso que una axiomática, y el estudio de las funciones no lineales se ve sometido a lentitudes y a aceleraciones en unas series de números observables. Que la ciencia sea discursiva no significa en modo alguno que sea deductiva. Al contrarío, en sus bifurcaciones, se ve sometida a otras tantas catástrofes, rupturas y reencadenamientos que llevan nombre y apellido. En el supuesto de que la ciencia conserve con respecto a la filosofía una diferencia imposible de salvar, tal cosa se debe a que los nombres propios marcan en un caso una yuxtaposición de referencia y en el otro una superposición de estrato: los nombres se oponen por todos los caracteres de la referencia y de la consistencia. Pero la filosofía y la ciencia comportan por ambos lados (como el propio arte con su tercer lado) un no se que se ha convertido en positivo y creador, condición de la propia creación, y que consiste en determinar mediante lo que no se sabe como decía Galois: «indicar el curso de los cálculos y prever los resultados sin poder efectuarlos jamás».

Y es que se nos remite a otro aspecto de la enunciación que ya no se refiere al nombre propio de un sabio o de un filósofo, sino a sus intercesores ideales dentro de los ámbitos considerados: ya hemos contemplado anteriormente el papel filosófico de los personajes conceptuales en relación con los conceptos fragmentarios en un plano de inmanencia, pero ahora la ciencia hace que aparezcan unos observadores parciales en relación con las funciones en los sistemas de referencia. El que no haya ningún observador total, como lo sería el «demonio» de Laplace capaz de calcular el futuro y el pasado a partir de un estado de cosas determinado, significa únicamente que Dios tampoco es un observador científico de la misma forma que no era un personaje filosófico. Pero el nombre de demonio sigue siendo excelente tanto en filosofía como en ciencia para indicar no algo que superaría nuestras posibilidades, sino un género común de esos intercesores necesarios como «sujetos» de enunciación respectivos: el amigo filosófico, el pretendiente, el idiota, el superhombre... son demonios, de igual modo que el demonio de Maxwell, el observador de Einstein o de Heisenberg. La cuestión no es saber lo que pueden o no pueden hacer, sino hasta qué punto son perfectamente positivos, desde el punto de vista del concepto o de la función, incluso en lo que no saben o no pueden. En cada uno de ambos casos, la variedad -es inmensa, pero no hasta el punto de hacer olvidar la diferencia de naturaleza entre los dos grandes tipos.


Para comprender qué son los observadores parciales que van formando núcleos en todas las ciencias y todos los sistemas de referencia, hay que evitar atribuirles el papel de un límite del conocimiento, o de una subjetividad de la enunciación. Hemos podido observar que las coordenadas cartesianas privilegiaban los puntos situados cerca del origen, mientras que las de la geometría proyectiva daban «una imagen finita de todos los valores de la variable y la función». Pero la perspectiva limita a un observador parcial como un ojo en el vértice de un cono, de modo que éste capta los contornos sin captar los relieves o la calidad de la superficie que remiten a otra posición de observador. Por regla general, el observador no es insuficiente ni subjetivo: incluso en la física cuántica, el demonio de Heisenberg no expresa la imposibilidad de medir a la vez la velocidad y la posición de una partícula, so pretexto de una interferencia subjetiva de la medida en lo que se está midiendo, sino que mide con exactitud un estado de cosas objetivo que deja fuera de campo de su actualización la posición respectiva de dos de sus partículas, siendo el número de variables independientes reducido y teniendo los valores de las coordenadas la misma probabilidad. Las interpretaciones subjeti-vistas de la termodinámica, de la relatividad y de la física cuántica son tributarias de las mismas insuficiencias. El perspecti-vismo o relativismo científico nunca se refiere a un sujeto: no constituye una relatividad de lo verdadero, sino por el contrario una verdad de lo relativo, es decir de las variables cuyos casos ordena conforme a los valores que extrae dentro de su sistema de coordenadas (por ejemplo, el orden de los cónicos conforme a las secciones del cono cuyo vértice está ocupado por el ojo). Indudablemente, un observador bien definido extrae todo lo que puede extraer, todo lo que puede ser extraído, dentro del sistema correspondiente. Resumiendo, el papel de observador parcial consiste en percibir y experimentar, aunque estas percepciones y afecciones no sean las de un hombre, en el sentido que se suele admitir, sino que pertenezcan a las cosas objeto de su estudio. Pero no por ello el hombre deja de sentir su efecto (qué matemático no experimenta plenamente el efecto de una sección, de una ablación, de una adjunción), aunque sólo reciba este efecto del observador ideal que él mismo ha instalado como un golem en el sistema de referencia. Estos observadores parciales están en las cercanías de las singularidades de una curva, de un sistema físico, de un organismo vivo; e incluso el animismo se encuentra más cerca de la ciencia biológica de lo que se suele decir, cuando multiplica las diminutas almas inmanentes a los órganos y a las funciones, a condición de desproveerlas de cualquier papel activo o eficiente para convertirlas únicamente en focos de percepción y de afección moleculares: de este modo los cuerpos están llenos de una infinidad de pequeñas mónadas. Se llamará emplazamiento a la región de un estado de cosas o de un cuerpo aprehendido por un observador parcial. Los observadores parciales constituyen fuerzas, pero la fuerza no es lo que actúa, es, como ya sabían Leibniz y Nietzsche, lo que percibe y experimenta.


Hay observadores en todos los sitios donde surjan unas propiedades puramente funcionales de reconocimiento o de selección, sin acción directa: como en la totalidad de la biología molecular, en inmunología, o con las enzimas alostéricas. Ya Maxwell suponía un demonio capaz de distinguir en una mezcla las moléculas rápidas y lentas, de alta y de baja energía. Bien es verdad que, en un sistema en estado de equilibrio, este demonio de Maxwell asociado al gas sería necesariamente presa de una afección de aturdimiento; puede no obstante pasar mucho tiempo en un estado metastable próximo a una enzima. La física de las partículas necesita innumerables observadores infinitamente sutiles. Cabe concebir unos observadores cuyo emplazamiento es tanto más reducido cuanto que el estado de cosas pasa por cambios de coordenadas. Por último, los observadores parciales ideales son las percepciones o afecciones sensibles de los propios functores. Hasta las figuras geométricas poseen afecciones y percepciones (paternas y síntomas, decía Proclo) sin las cuales los problemas más sencillos permanecerían ininteligibles. Los observadores parciales son sen-sibilia que se suman a los functores. Más que oponer el conocimiento sensible y el conocimiento científico, hay que extraer estos sensibilia que están en los sistemas de coordenadas y que pertenecen a la ciencia. No otra cosa hacía Russell cuando evocaba estas cualidades desprovistas de cualquier subjetividad, datos sensoriales diferentes de toda sensación, emplazamientos establecidos en los estados de cosas, perspectivas vacías pertenecientes a las propias cosas, pedazos contraídos de espacio-tiempo que corresponden al conjunto o a las partes de una función. Russell las asimila a unos aparatos e instrumentos, interferómetro de Michaelson, o más sencillamente placa fotográfica, cámara, espejo, que captan lo que nadie está allí para ver y hacen que resplandezcan estos sensibilia no-sentidos. Pero, lejos de que estos sensibilia se definan por los instrumentos, puesto que éstos están a la espera de un observador real que acuda a ver, son los instrumentos los que suponen al observador parcial ideal situado en el punto de vista correcto dentro de las cosas: el observador no subjetivo es precisamente lo sensible que califica (a veces a miles) un estado de cosas, una cosa o un cuerpo científicamente determinados.


Por su parte, los personajes conceptuales son los sensibilia filosóficos, las percepciones y afecciones de los propios conceptos fragmentarios: a través de ellos los conceptos no sólo son pensados, sino percibidos y sentidos. Uno no puede sin embargo limitarse a decir que se distinguen de los observadores científicos igual que los conceptos se distinguen de los functores, puesto que en este caso no aportarían ninguna determinación suplementaria: los dos agentes de enunciación no sólo deben distinguirse por lo percibido, sino por el modo de percepción (no natural en ambos casos). No basta, de acuerdo con Bergson, con asimilar al observador científico (por ejemplo, el viajero en proyectil de la relatividad) a un mero símbolo, que indicaría estados de variables, mientras que el personaje filosófico tendría el privilegio de lo vivido (un ser que dura), porque pasaría por las propias variaciones. Tan poco vivido es el primero como simbólico es el segundo. En ambos casos hay percepción y afección ideales, pero muy distintas. Los personajes conceptuales están siempre y ahora ya en el horizonte y operan sobre un fondo de velocidad infinita, y las diferencias anergé-ticas entre lo rápido y lo lento sólo proceden de las superficies que sobrevuelan o de los componentes a través de los cuales pasan en un único instante; de este modo, la percepción no transmite aquí ninguna información, sino que circunscribe un afecto (simpático o antipático). Los observadores científicos, por el contrario, constituyen puntos de vista dentro de las propias cosas, que suponen un contraste de horizontes y una sucesión de encuadres sobre un fondo de desaceleraciones y aceleraciones: los afectos se convierten aquí en relaciones energéticas, y la propia percepción en una cantidad de información. No nos es posible desarrollar mucho más estas determinaciones, porque el estatuto de los perceptos y de los afectos puros todavía se nos escapa, ya que remite a la existencia de las artes. Pero precisamente que existan percepciones y afecciones propiamente filosóficas y propiamente científicas, resumiendo, sensibilia de concepto y de función, indica ya el fundamento de una relación entre la ciencia y la filosofía por una parte, y el arte por la otra, de tal modo que se puede decir de una función que es hermosa y de un concepto que es bello. Las percepciones y afecciones especiales de la filosofía o de la ciencia se pegarán necesariamente a los perceptos y afectos del arte, tanto las de la ciencia como las de la filosofía.


En cuanto a la confrontación directa de la ciencia y la filosofía, ésta se lleva a cabo en tres argumentos de oposición principales que agrupan las series de functores por una parte y las pertenencias de conceptos por otra. Se trata en primer lugar del sistema de referencia y el plano de inmanencia; después, de las variables independientes y las variaciones inseparables; y por último, de los observadores parciales y los personajes conceptuales. Se trata de dos tipos de multiplicidad. Una función puede ser dada sin que el concepto en sí sea dado, aunque pueda y deba serlo; una función de espacio puede ser dada aunque el concepto de este espacio todavía no haya sido dado. La función en la ciencia determina un estado de cosas, una cosa o un cuerpo que actualiza lo virtual en un plano de referencia y en un sistema de coordenadas; el concepto en filosofía expresa un acontecimiento que da a lo virtual una consistencia en un plano de inmanencia y en una forma ordenada. El campo de creación respectivo se encuentra por lo tanto jalonado por entidades muy diferentes en ambos casos, pero que no obstante presentan cierta analogía en sus tareas: un problema, en ciencia o en filosofía, no consiste en responder a una pregunta, sino en adaptar, coadaptar, con un «gusto» superior como facultad problemática, los elementos correspondientes en proceso de determinación (por ejemplo, para la ciencia, escoger las variables independientes adecuadas, instalar al observador parcial eficaz en un recorrido de estas características, elaborar las coordenadas óptimas de una ecuación o de una función). Esta analogía impone dos tareas más. ¿Cómo concebir los pasos prácticos entre los dos tipos de problemas? Pero ante todo, teóricamente, ¿impiden los argumentos de oposición cualquier uniformización, incluso cualquier reducción de los conceptos a los functores, o la inversa? Y, si cualquier reducción es imposible, ¿cómo concebir un conjunto de relaciones positivas entre ambos?



Ver capitulos anteriores

Libro: Gilles Deleuze - Felix Guattari 
(Qu'est-ce que la philosophie? - ¿Que es la filosofía?)
Ed: Anagrama

0 comentarios:

Solo se publicarán mensajes que:
- Sean respetuosos y no sean ofensivos.
- No sean spam.
- No sean off topics.
- Siguiendo las reglas de netiqueta.

Publicar un comentario