viernes, 12 de marzo de 2010

Naufragios...

"El final del viaje"


El hombre siempre ha necesitado ampliar los límites de su realidad cotidiana. La navegación es el resultado del esfuerzo por incrementar las relaciones del sujeto con el mundo físico exterior y con otras realidades sociales y culturales, lo que necesariamente le ha conducido a un desarrollo personal. Por esto, el concepto que tiene de su propia vida está frecuentemente asociado a las imágenes de un tránsito marítimo que no es otro que el de su propia subjetividad. Ese afán por conocer a través de lo exterior sus más íntimas inquietudes o deseos e incluso la cara más oscura de su mente es particularmente intenso durante el Romanticismo, cuando la idea del viaje se convierte en un singular principio estético.
Argullol considera que el viaje romántico es siempre una búsqueda del yo. El héroe romántico es, en el sueño o en la realidad, un obsesionado nómada. Necesita recorrer amplios espacios -los más amplios a ser posible- para liberar su espíritu del asfixiante aire de la limitación. Necesita templar en el riesgo el hierro de su voluntad. El romántico viaja hacia fuera para viajar hacia dentro y al final de la larga travesía, encontrarse a sí mismo.
En esa fuga de las certezas que le proporciona la experiencia cotidiana, el viaje interior es en definitiva un proceso de introspección, una aventura que puede llevarlo a adentrarse en la infinita potencia de su subconsciente.
En 1797 escribió Novalis:
 
"La fantasía coloca el mundo o bien en las alturas, o bien en las profundidades, o en la metempsicosis hacia nosotros. Soñamos con viajes por el universo entero: ¿No está el universo en nosotros? No conocemos las profundidades de nuestro espíritu; el camino del misterio se dirige hacia dentro. En ningún otro lugar sino en nosotros se encuentra la eternid» con sus mundos y eI pasado y el porvenir. El mundo exterior a el de las sombras, proyecta sus sombras en el imperio de la luz".
 
No se trata, no obstante, de rechazar la razón sino de ampliarla y expandirla, de revalorizar el sentimiento aunque sea, como señalaba Alfredo de Paz, «desde una perspectiva de angustia existencial y de un deseo eternamente insatisfecho».
De algún modo podra ponerse en relación el ansia de conocer que conduce a la proliferación de expediciones científicas a lo largo de los siglos XVIII y XIX con la vieja aspiración humana que, según los escritores de la Antigüedad, ocasionaba las iras de la divinidad, que castigaba la soberbia del hombre por intentar unir lo que Dios había querido mantener separado; por explorar más allá de los límites de lo permitido.
Como escribe Hans Blumenberg, a partir de la lectura de un pasaje de De rerum natura de Lucrecio, «el fenómeno metafórico y el fenómeno real de la transgresión del límite de la tierra firme con el mar se superponen mutuamente, como el riesgo metafórico y el riesgo real del naufragio. Lo que impulsa al hombre a alta mar es también la transgresión de los límites de sus necesidades naturales». En la filosofía del clasicismo, particularmente en la estoica, son frecuentes las referencias simbólicas a la tempestad como castigo del hombre disconforme con las circunstancias que la fortuna le ha destinado y ansioso por transgredir esos límites, lo que habitualmente lo conduce a un alejamiento de la virtud. Así, Séneca, en su inacabada De vita nuova, dedicaba las últimas frases a advertir sobre ese peligro: «Pero yo, que miro desde lo alto, veo qué tempestades os amenazan para estallar poco más tarde o ya próximas a arrebataros, a vosotros y a vuestros bienes, se acercan cada vez más. ¿Qué digo? ¿Acaso ahora mismo, aunque apenas lo sintáis, no agita y envuelve el torbellino vuestras almas, que rehuyen y buscan las mismas cosas, y tan pronto las eleva hacia lo alto como las arrastra a los mas hondos abismos?». 
 
A esos abismos parece que serán arrastrados los protagonistas de La tormenta, de 1830, del pintor inglés William Etty (1787-1849). Este discípulo de Thomas Lawrence, autor de obras inspiradas en la mitología clásica, acusaría la influencia deTiziano y Rubens, tras su segundo viaje a Italia, algo patente en esta pintura de intensos claroscuros en la que se detiene particularmente en el análisis de la anatomía de la mujer, a la que dota de una especial sensualidad. De vigoroso dibujo y color empastado, pese a la fuerte presencia de la tradición académica que aún domina en su producción, la audacia técnica de algunos de sus lienzos impresionaría a pintores como Delacroix.
En El héroe y el único, escribe Argullol: «La aventura viajera romántica es épica, es lucha con el medio en la que el héroe tiene la posibilidad de poner a prueba su voluntad y forjar su identidad. En la abierta aceptación del riesgo [...] el romántico entrevé haces de infinitud y totalidad que le son vedados al hombre que se somete a una cotidianeidad temerosa y acomodaticia». El viaje, por su condición dinámica, se relaciona con los anhelos espirituales, con el deseo y la inquietud por cambiar las circunstancias. El naufragio, pues, supone el final trágico de la travesía existencial y de esas aspiraciones humanas. 
Una de las más intensas aspiraciones del hombre es la del conocimiento, y Poe pone de manifiesto la necesidad de alcanzarlo aunque ello solo sea posible en los umbrales de la muerto y se convierta en algo no transmisible y tan individual como fugaz. Pese a que el protagonista de El manuscrito hallado en una botella no sea por completo dueño de sus decisiones, ya que navega a merced de la tempestad en un fantasmagórico barco al que ha sido lanzado por las olas tras el naufragio de aquel en el que viajába la intensa pasión por conocer, por ver lo que nadie ha visto, por experimentar lo que nadie ha vivido se superponen al pánico de saber que su final está tan próximo como su conquista:
 
Concebir el horror de mis sensaciones es, pienso yo, completamente imposible; con todo, una curiosidad por penetrar los misterios de estas terribles regiones predomina sobre mi desesperación y me reconcilia con los más espantosos aspectos de la muerte. Es evidente que nos apresuramos hacia algún descubrimiento interesantísimo, algún secreto que jamás será compartido y cuya posesión puede conseguirse a costa de la vida.
 
Y efectivamente, es la propia vida la que perece cuando se superan los confines de lo permitido al hombre. Poe alude, en una nota tras la narración, a los mapas de Mercator en los que el océano se representaba en el polo sur precipitándose en un abismo hacia el centro de la tierra. El final del viaje se produce cuando la nave entra en un vórtice infernal:
 
¡Las masas de hielo se abren repentinamente a derecha e izquierda y estamos girando vertiginosamente en inmensos círculos concéntricos, dando vueltas y vueltas por los bordes de un gigantesco anfiteatro, las cimas de cuyas paredes se pierden en la negrura y en la distancia. Pero me queda ya poco tiempo para reflexionar sobre mi destino. Rápidamente, los círculos han ido haciéndose mas pequeños -estamos hundiendonos locamente en lass garras del remolino-, el ante el rugido, el bramido y los aullidos de la tempestad, el barco tiembla... ¿Dos mío! ¡Estamos hundiéndonos!.



Esperanza Guillén: "Naufragios"
Ediciones: Siruela
(2004)

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